Variaciones de lo cotidiano

Por: Delmar Penka

I

Ha pasado un poco más de un año desde que inició el confinamiento social, bajo el supuesto de evitar la propagación de un virus que amenazaba con llegar a todos los rincones del planeta. Ciertamente así sucedió ––pese a las medidas que cada país implementó–– pues este nunca conoció una frontera. 

Creí que el pequeño pueblo tseltal de mi padre, llamado Matzam, enclavado en las montañas de los Altos de Chiapas, estaría exento del contagio. Pero la inevitable detención de la vida y la búsqueda del pan ––porque el hambre es cruel–– provocó que la enfermedad llegara a la casa de mis familiares y de los habitantes de mi paraje, una vez que regresaron al pueblo. Algunos lograron recuperarse con los remedios que las abuelas nos heredaron. Unos más se adelantaron al otro mundo, perdieron la batalla contra un enemigo invisible. “Maldito virus”, dijo un señor al ver morir a su esposa. Esto lo supe porque los rumores corrían por el aire. Al principio fue una persona fallecida, luego dos, después diez, al final perdí la cuenta. Esas muertes sólo significaron para los allegados, jamás aparecieron en una lista o en una estadística “oficial”. Simplemente, esos cuerpos nunca existieron. Esta es una de las primeras lecturas acerca de la vida: a veces alegre y muchas otras trágicas.

De la mejor manera que pude, intenté resguardarme. Me quedé en casa de mis padres, porque el hecho de estar en el hogar no sólo fortalece el sistema inmunológico, sino al alma. Además, estar con mi madre me alegra el corazón. Esa ha sido mi mejor defensa. Hasta ahora no he sentido síntomas del coronovirus (sars-cov-2), espero que nunca me alcance. Deseo que se mantenga así, pues, en lo que a mí respecta, nunca será bienvenido, como tampoco los malos augurios y las energías negativas. 

Ahora que lo pienso, la vida se modificó con la ausencia de esas cosas cotidianas que me parecían agobiantes en la ciudad: el sonido de los camiones del gas, los anuncios de los que compran todo tipo de fierros y colchones viejos, la música a todo volumen de los vecinos en cada quincena, el tráfico en las horas pico. De pronto el silencio se ha hecho cotidiano y, para ser honesto, me encanta. Esta es otra lectura de la variación de lo cotidiano: admirar la ausencia de ciertos sonidos estresantes en tiempos de confinamiento.

II

Al inicio de la pandemia las reglas en casa se modificaron: sólo una persona podía salir, una vez al día, para hacer los mandados y la compra de los alimentos. Nos turnamos las tareas. Evitamos que mi mamá saliera, pues tiene una enfermedad en los huesos que la hace vulnerable, aunque de vez en cuando debía ocuparse de asuntos que la obligaron a salir. 

Nunca fuimos víctimas del pánico y de las compras excesivas de papel higiénico, de detergentes y de grandes bultos de granos, porque hay un principio básico en la familia: para estar bien hay que compartir. Es una práctica que fortalecimos. Esta es, con mucha certeza, una de las cosas positivas que provocó el confinamiento, cuando menos entre nosotros, porque nos llevó a platicar más, a encontrarnos a la hora de la comida, a escuchar los recuerdos y anécdotas del pasado que, de no ser por el encierro, difícilmente habríamos compartido en otras condiciones. 

Hasta ahora nos hemos cuidado, hemos evitado las visitas e ir a la casa de mis abuelos, a quienes no vemos desde abril del año pasado. Sé que están bien, usualmente les marcamos al único celular que tienen –un Nokia 3220 que se compraron hace más de 15 años–, nos ponemos al día aun cuando, aparentemente, no haya nada nuevo que contar. Escucharnos es suficiente para sentirnos acompañados sin importar la distancia. Suena cliché, pero es verdad.

Durante este tiempo sin visitar a nadie ni mucho menos viajar, me he dedicado a leer los libros pendientes: Rayuela, Cien años de soledad, Nudo de serpientes, Ciudad real, Canción de tumba, La luz negra, La composición de la sal, La hija única… la lista se extiende, aunque estoy próximo a culminar las lecturas postergadas. En dichos libros encontré una búsqueda común acerca de cómo se mira la vida, de cómo acontece el pasado en forma de añoranza y de cómo cada acontecimiento cotidiano incide en los desenlaces que descubrimos con el tiempo: las rupturas, los reencuentros, los distanciamientos, las alegrías, así sucesivamente como una especie de reflejo de lo real, que justo vivimos en estos instantes, con sus propias variaciones y similitudes. 

Me asombra hallar en la literatura episodios parecidos a esta pandemia. Es posible que lo leído haya sido escrito en el encierro, sea voluntario o involuntario, donde todo suele extrañarse. Pienso que, cuando la pandemia sea superada, todos tendremos una lectura de lo que hemos experimentado, con sus similitudes y variaciones. Así entenderemos el costo que ha implicado vivir distanciados de los seres que hacen de nuestro mundo más ameno. O por el contrario, como escribió Albert Camus, “dichosos aquellos que no habían sido doblemente separados por la pandemia”, manteniéndose juntos.

 III

Hace unas semanas descubrí algo que modificó mi manera de leer la mirada. Cierta tarde me subí al colectivo que me lleva al mercado de la ciudad en donde vivo. Como usualmente lo hago, saludé con un “buenas tardes”, dos o tres respondieron. No supe quiénes exactamente, porque los que iban en el transporte llevaban puesto el cubre bocas ––una medida de cuidado que no todas las personas respetan––. En ese momento no tomé atención, pues para mí había sido muy mecánico saludar sin esperar respuesta. 

Al bajar del colectivo me encontré de frente a una señora que vendía pastelitos, me ofreció uno. Por su mirada supe que me sonreía, aun cuando tenía cubierto el rostro. Así entendí que la pandemia nos ofrecía una cosa que quizá habíamos olvidado realizar de manera cotidiana: el saber leer los ojos y la mirada del otro, de la otra, que de igual forma nos ve. Así entendí la valía de aquello que un cubrebocas no logra tapar: la ventana que nos permite ver hacia adentro del alma, allí, donde encontramos nuestros propios interiores.

IV

En los últimos días he visto a la gente caminar sin el cubrebocas. Es como si el tiempo pandémico se hubiera superado. “Lo que no te mata, te fortalece”, escuché decir de un señor que, como todos los días, se levanta muy temprano para vender empanadas y arroz con leche. Pareciera ser que la propagación del virus se ha normalizado y lo que ahora toca es aprender a vivir con él. Eso es cierto, la vida no puede suspenderse pese a las adversidades. Podríamos confiar en los avances de la medicina o en nuestros propios anticuerpos por si alguna vez nos contagiamos; podríamos esperar la correcta ejecución de las políticas de salud del gobierno o cualquier otra cosa para contener la enfermedad. 

Sin embargo, la existencia continúa su curso, y las personas lo saben. El simple detalle es que, mientras como humanos no aprendamos a cuidarnos para el uno y para el otro, seguiremos repitiendo los mismos ciclos de olvido. El virus quizá se logre controlar, pero posiblemente vengan otros. Sin la memoria de cómo hicimos frente a las adversidades, es probable que nunca podamos superar este presente en el que una mayoría ha decidido vivir con tal indiferencia.

(V)

Esta semana me enteré de la muerte de un querido maestro y amigo; antropólogo de profesión, amante de la etnografía y de las anécdotas de trabajo de campo. A Javier Gutiérrez Sánchez lo conocí en el marco del Programa Nacional de Etnografía de las Regiones Indígenas de México, me sumé al equipo de trabajo de la región Chiapas en enero del 2014. Lo recuerdo como un amigo alegre, sonriente y entusiasta. Trabajó durante muchos años en los municipios ch’oles y tseltales de Chiapas. Escribía con una lucidez que sólo con la práctica se logra alcanzar (véase uno de sus textos: http://www.revistas.unam.mx/index.php/antropologia/article/view/45631). Él era un gran antropólogo no sólo por el dominio de las teorías y las metodologías, sino por su humanismo y sencillez al momento de platicar y convivir con la gente. Ahora ya no está con nosotros en este mundo, pero estoy seguro que en el plano en que se encuentre, él estará haciendo etnografía de las ánimas y tomando nota de lo que nosotros estamos haciendo en nuestro paso por la tierra. Desde acá lo extrañaremos mucho, pero con la inmensa alegría de haberlo conocido y de saber que una parte de él permanecerá en nuestra existencia. ¡Hasta siempre, querido Javier! 

Javier, Alaín y yo

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