La vida entre pérdidas y arrebatos

Por: Rodrigo Rodríguez

Han pasado ya algunos ayeres desde la última vez que pude observar y escuchar a una persona preguntarse “¿Cuántas cosas habré perdido en este año?”; situación que sorprendería incluso a la persona de mayor edad en nuestra familia, porque no es común que las personas se hagan este tipo de preguntas, pues las consideran como parte de temas “innombrables”, también catalogados como temas tabú.


En su momento, llegué a realizarme la misma pregunta una y otra vez, pero no encontraba lógica alguna, hasta que comenzó la actual pandemia y crisis sanitaria hace ya más de un año. Quiero pensar y creer que las personas aprendemos de muchas maneras, aunque muy especialmente de dos de ellas: por las buenas o por las malas. El aprender a hacerme consciente de lo que he perdido es de las cosas más complejas que he hecho; esto tiene un motivo y es que no sólo se trata de decir “Ya lo perdí, qué más da”, sino que además es aceptar que lo hemos perdido.


Ahora me doy cuenta que las pérdidas de la vida, no solo están limitadas a perder a una persona, una mascota, un trabajo, incluso las llaves de la casa –cosa muy común entre los que vamos por la vida sin disfrutar mucho del transitar por este plano–; sino que, además, también se extienden las pérdidas hasta el aquí y el ahora, por ejemplo, en este preciso instante ya he perdido cada segundo que ha pasado sin darme cuenta de que ha transcurrido a mis espaldas el tiempo.

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Hablar de las pérdidas no refiere a una mirada pesimista de la vida, al contrario, permite seguir nuestro transitar por este mundo, por esta realidad y por las realidades de quienes nos rodean. El “perder algo” va más allá de lo superficial que podemos ver en algunas personas; el “perder a alguien” es todavía más complejo de plasmar en unas pocas letras; el “perderme a mí mismo/misma” es quizás de lo más difícil, casi imposible de comentar, empero, es algo que resulta necesario para comprender nuestro existir y mejorar nuestro vivir.

Al inicio de la crisis sanitaria a nivel mundial me cuestionaba sobre cuánto tiempo “perdería” de mi vida, ya sea por estar detrás de una pantalla, al hablar por una bocina o pasarme las horas en el celular; nunca imaginé que el primer mes de contingencia caería enfermo del “condenado virus” –como llegué a escuchar de una tía a quien adoro con el alma–, fue entonces cuando me di cuenta de lo equivocado que estaba acerca de “perder algo”.


Mientras pasaba los días enfermo llegaron a mi mente recuerdos de mi vida, específicamente recuerdos con mis bisabuelos, por un momento creí que perdería la batalla contra la enfermedad –no debemos negar que es una batalla la que libran las personas que tienen o tuvieron coronavirus–; para alegría mía sigo aquí, compartiendo mi pensar, sentir y observar con quién acepte estos preciados regalos que poseo.

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Una vez recuperado de la enfermedad comencé a pensar en los recuerdos que me acompañaron durante el estar postrado en cama, y me di cuenta de que, a pesar de que mis bisabuelos habían fallecido hace mucho tiempo atrás, aún podía mantenerlos vivos en mi memoria y en mi alma.


Fue hasta después de esa “epifanía” que finalmente pude responder a la pregunta de aquella persona sobre “¿Cuánto había perdido en este año?”; para sorpresa de mi persona, la respuesta fue que había perdido mucho: perdí momentos, perdí amistades, perdí oportunidades, perdí historias para contar después, perdí mi vida… Solo hasta después de acercarme a los límites de sufrir la impotencia de no poder hacer algo al respecto más que esperar, fue cuando empecé a valorar las pérdidas; a dejarlas de ver cómo algo “malo”.

¡Qué difícil es darse cuenta de que perder algo es bueno! Si hemos perdido algo o a alguien, es porque así debía de ser –llamémosle destino, Dios, universo, en lo que creemos o creamos— y aunque sufriremos, lloraremos, incluso nos enojaremos, es algo por lo cual debemos permitirnos pasar para hacer consciente nuestra pérdida y de verdad sanar para, posteriormente, valorar todavía más nuestra existencia de manera precisa.


El “perder” no es nada malo, es parte de nuestra naturaleza humana; radica en cada célula de nuestro cuerpo que constantemente las perdemos y se crean nuevas para volverse a perder más adelante.

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Me llama la atención pensar que estas líneas suenan a varios discursos de superación, no obstante, tiene que ver con algo más preciso y profundo que abarca la pérdida en todos los sentidos existentes y que existirán: la muerte, el tabú preferido de la sociedad desde hace algunas épocas hasta la actualidad.

Hace unos meses que inicié con el “estudio de la muerte”, otro nombre sería con la disciplina de la Tanatología; indudablemente es una de las áreas que más relevancia debería tener en las sociedades actuales, pero no porque yo lo diga, sino por su nobleza para tratar la muerte como algo verdaderamente bueno.


En su momento escuché hablar a dos hombres sobre la muerte y las pérdidas que se desprendían de tal; “la muerte es el alivio del sufrimiento de la vida, ¿Por qué deberíamos evitarla?”, ni siquiera yo había pensado de esa manera hasta hace algunos meses atrás. Nos enseñaron que la muerte es mala porque arrebata lo más preciado, que el perder algo o a alguien es lo peor que puede haberte pasado; no podíamos estar más equivocados. La historia de muchas culturas nos muestra que la muerte es incluso lo más honorable que puede existir, así lo he querido creer yo. La muerte es necesaria para avanzar, aprender a perder y ser conscientes de ello es, en principio, lo vital para vivir mejor.


En estas épocas pandémicas las pérdidas están muy presentes en la vida diaria, y un ejemplo claro de esto es el haber perdido la posibilidad de ver la sonrisa del o la semejante a causa de una mascarilla; perder no significa rendirse, fallar o cualquier sinónimo que pueda existir hoy en día, sino que refleja la aceptación de nuestra parte humana; el aceptar las pérdidas de cada día en nuestra vida nos vuelve más humanos, más sensibles, más conscientes de nuestra existencia y de la presencia de quien nos llegue a rodear.


El que se hayan perdido tantas cosas en mi vida fue a causa de mis decisiones y de aquellas que tomaron otras personas –porque para ellas o ellos era lo prudente para su persona–, así es como cada día las pérdidas se hacen presentes en nuestro caminar; es un proceso que si no es aceptado –cuando deba ser aceptado por cada persona en el momento preciso—nos traerá más dolor del que realmente nos corresponde dependiendo de nuestra pérdida.


Las palabras que he decidido plasmar aquí, son en sí mismas una realidad entre muchas realidades existentes, porque son de seres sintientes que han perdido algo o a alguien en algún momento de su vida; son todas esas personas a quienes les quiero dedicar estas líneas.


Finalmente, quienes hemos perdido las horas de sueño por un bien mayor, las sonrisas por causa de una pandemia, la familia por la muerte de cualquier tipo y a cualquier persona que haya perdido algo; a todas ustedes les ofrezco un abrazo hasta lo más profundo del alma y las palabras de que “las pérdidas de la vida son las que nos recuerdan que somos humanos y estamos vivos”.

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