
Por: Alejandro García
Me gustaría abordar el problema de la sociedad mexicana desde la cuestión del colonialismo del siglo XX y XXI. Podríamos entender el colonialismo como un sustrato de poder expandido territorialmente a través de diversos mecanismos materiales y subjetivos. Más allá de los conocidos acontecimientos históricos de la colonización de América inaugurada por el ejército de Hernán Cortes en el siglo XVI, su influencia es fuertemente marcada hasta nuestros tiempos, obviándose en el siglo XX con la crisis económica de los años setenta y las implicaciones del pensamiento posmodernista[1] tras la crisis del paradigma racional según una sugerencia del filósofo mexicano Carlos Guevara Meza.
Lo que Meza comprende cómo la crisis del paradigma de la racionalidad es la crisis del predominio de la subjetividad Occidental, que implicaba el surgimiento de la conciencia del sujeto[2] de ser otro[3] entre otros, esto es, la conciencia de la existencia de un mundo culturalmente diverso en el que la sociedad europea ya no se concebía como el arquetipo de civilización sino como un modo de vida entre otros modos de vida. La crisis del paradigma de la racionalidad, a su vez, fue derivado de la crisis económica de los años setenta[4] que debilitó los mecanismos instrumentales de la implementación de los preceptos coloniales que constituían la base de la hegemonía Occidental: dichos preceptos coloniales están marcados por una impronta racial, étnica, antropológica y nacional[5].
La universalización de la cultura occidental tenía entonces que ver más con el proceso histórico de la colonización que con la verdad de sus contenidos. Se explica así que la disminución efectiva de poder provocada por la crisis de los años setenta implicara, a su vez, una pérdida de credibilidad de la cultura occidental, que daba espacio a las otras culturas para volverse visibles[6].
El problema del colonialismo se obvió, pues, con el hecho de que el propio discurso auto referido de la universalidad de Occidente fuera menguado con el debilitamiento de su poder económico, lo que lo hizo mostrarse no como una proposición de carácter objetivo sino como una sostenida por instrumentos de poder. Por otro lado, esto no impidió de modo alguno que su estructura continuara operando bajo la misma lógica de avasallamiento del otro, puesto que la solución a la crisis económica en cuestión fue un proceso de deuda dominado por organismos unilaterales, otorgada a través de préstamos a los países económicamente más débiles[7].
Se inició así un círculo vicioso que terminó por casi destruir el poder económico y político de los estados nacionales dependientes. El otorgamiento de créditos gigantescos a pagar con las ganancias del petróleo (al mismo tiempo que los países ricos buscaban nuevas fuentes de energía o hacían uso de sus reservas para bajar los precios, o negociaban ayudas preferenciales a cambio de combustible barato), y con la industrialización —que se hacía con ese dinero mediante la compra de tecnología a ellos mismos, generalmente anticuada por otro lado—, obligaba entonces a los países dependientes a endeudarse más, ya no para fomentar su desarrollo, sino sólo para pagar el servicio de la deuda; se convirtió para finales de los años ochenta y principios de los noventa en el mecanismo perfecto para financiar su crisis[8].
A grandes rasgos, esto terminó por someter mediante la deuda a los países considerados subdesarrollados ante aquellos con predominio económico, esto es lo que establece la diferencia entre lo que hoy conocemos como Norte y Sur global[9]. De igual forma se agudizaron los problemas de la pobreza, la marginación, la desigualdad y carencia de justicia social que se arrastraban en América latina. Posteriormente, Guevara Meza alude al hecho de que los procesos de la modernidad y el capitalismo en realidad son corolarios del mismo proceso colonialista que se ha gestado desde la llegada de los europeos al continente americano, puesto que están determinados por la expoliación de la riqueza material de ciertos grupos de personas y comunidades que se sustenta en un sustrato racista. En este mismo sentido, para este filósofo, términos como desarrollo-subdesarrollo o primer mundo-tercer mundo “no serían más que eufemismos que ocultarían las mismas divisiones justificadoras en uso desde el siglo XVI: “civilizados-salvajes”, “conquistadores-conquistados”, “metrópolis-colonias”[10].

Por otra parte, retrotrayéndonos de un panorama internacional para enfocar el recuadro en las propias tensiones internas del país frente a esta misma problemática, me gustaría apuntar hacia lo que Federico Navarrete aborda cómo el problema de la blanquitud y la blancura en el que, de manera tácita, comienza por admitir la predominancia del poder político en grupos de determinadas características fenotípicas o lo que se conoce como pigmentocracia.
La pigmentocracia es un sistema de desigualdad social que privilegia a las personas de ascendencia euroamericana o con un tono de piel claro.
Estudios sociológicos recientes, como el del proyecto PERLA de la Universidad de Yale en 2010, el de la encuesta de Movilidad Social del INEGI en 2017 y el del Seminario sobre Desigualdad Socioeconómica de El Colegio de México en 2019, demuestran que […] en nuestro país existe una fuerte correlación entre el color de la piel y la condición socioeconómica, de modo que las personas con piel más blanca suelen tener más ingresos, mejores niveles educativos y ocupar posiciones más privilegiadas que las personas con piel más morena[11].
Esto no es, por supuesto, independiente del macroproceso colonial que se mencionaba anteriormente con Guevara Meza, puesto que este se basa en que el grado de desarrollo o predominancia de la civilización Occidental está sustentado por la superioridad racializada de los individuos que la constituyen. Por tanto, la pigmentocracia sería la preponderancia de aquella noción que tiende a relacionar la jerarquía social con las peculiaridades fenotípicas.
Federico Navarrete atribuye la predominancia en el poder de los grupos de personas euroamericanos con un comportamiento “centrado en una definición individualista de la identidad, en comportamientos racionales y maximizadores que favorecen la acumulación de capital y de conocimientos, en la búsqueda personal del ascenso social y del prestigio”[12] en el que, evidentemente por razones históricas, se han identificado en mayor medida las personas de ascendencia europea. Esto es lo que Navarrete entiende por blanquitud.
Ya Aníbal Quijano[13] planteaba que la imagen del sujeto y la civilización europea había sido instaurada en América latina como un modelo paradigmático al que toda persona y sistema debía aspirar e imitar, por lo que las instituciones de poder[14] dominantes se encargaron de promover y recompensar a los individuos que mejor reflejaran los valores, ideas y comportamientos de interés colonial/Occidental.

Este proceso de segregación y aventajamiento basado en el aspecto físico no tiene únicamente una base ideológica, sino que cuenta con sistema estructural que se encarga de hacerlo efectivo, como ya se sugiere en el párrafo anterior y que, seguramente, tiene su origen en el sistema de castas de la Nueva España “En la América colonial el acceso a los incontables privilegios jurídicos, políticos y económicos que implicaba ser español o criollo se asociaron funcionalmente al linaje pero también al fenotipo, convertido en un índice del origen peninsular, inmediato o remoto”[15]. Para Navarrete, esto es la blancura.

Actualmente, podemos decir que esta dinámica de prestigio racializada tiene continuidad a través las instituciones encargadas de producir los recursos simbólicos, epistemológicos y discursivos de la sociedad (en último término, instituciones de poder) como los medios de comunicación masiva tradicionales y digitales, las academias, espacios artísticas/culturales en donde en gran medida y de manera incuestionable se tienden a favorecer las metodologías, sistemas, ideas, apariencias y modelos provenientes de lo que Navarrete define como el comportamiento de la blanquitud y la blancura de sus actores; en la segregación de la intervención de las estructuras de poder y la visibilidad de todos los individuos que no participen de este ethos o de esta imagen. No hablemos ya de las cúpulas gubernamentales y empresariales/económicas del país.
Sin lugar a duda, el problema del colonialismo es bastante actual en nuestra región y presenta un gran obstáculo en la resolución de problemas como la desigualdad e injusticia social. Aunque resulte imposible abordar su verdadera magnitud y complejidad en este breve artículo, podemos llamar la atención y hacer un llamado a atenderlo urgentemente, considerando reflexivamente su papel en las dinámicas de poder globales y locales.
[1] Es importante señalar que Guevara Meza refiere al posmodernismo europeo para remarcar el hecho de que la pretendida superioridad cultural de Occidente estaba basada en mecanismos de poder más no en premisas verdaderas y que no toma a la filosofía posmodernista como un modelo interpretativo de la realidad del siglo XX, sino que reconoce las diferencias contextuales del territorio latinoamericano y como los procesos históricos de la crisis económica de los años setenta afectaron de maneras muy distintas estas latitudes así como también señala los riesgos de los discursos posmodernistas latinoamericanos que neutralizaban la crítica del sujeto y naturalizaban la desigualdad social.
[2] El sujeto, como lo describe Guevara Meza es aquel que “pertenecía a una etnia y a una religión, tenía un género y una posición social específicas, pero nunca dichas. El sujeto era el hombre, el hombre blanco, el hombre blanco y cristiano, el europeo, el occidental, el dominante” [Guevara Meza Carlos, “Posmodernidad en América Latina”, en Abrevian, 2005, p. 4].
[3] El otro es todo aquel individuo que no participa culturalmente del estatuto de poder en la modernidad occidental.
[4] Guevara Meza refiere a esta crisis como aquella que “terminó con el crecimiento sostenido del orden mundial posterior a la segunda Guerra Mundial” [Ibídem, p. 4]. Esta crisis se dio específicamente entre 1973 y 1975, estuvo marcada por la crisis del petróleo.
[5] Ibídem, p. 5.
[6] Ibídem, p. 6.
[7] Ibídem, p. 10.
[8] ídem.
[9] Aunque cabe mencionar que esta división también está determinada por procesos históricos de dominación que no son exclusivos del siglo XX, sino que se manifiestan a lo largo del periodo de la modernidad.
[10] Ibídem, p. 17.
[11] Navarrete Federico, “La blanquitud y la blancura, cumbre del racismo mexicano”, [en línea], en Revista de la Universidad de México, 2020, pp. 7-8.
[12] Ibídem, p. 10.
[13] Quijano, Aníbal, citado en Guevara Meza, Carlos, “Posmodernidad en América Latina”, en Abrevian, 2005, p. 6.
[14] Con esta idea Quijano se refería primordialmente a las instituciones académicas, aunque también podríamos intuir que implica toda institución cultural y/o de gobierno.
[15] Ibídem, p. 11
Lista de referencias
- Guevara Meza, Carlos, “Posmodernidad en América Latina”, en Abrevian, INBA, 2005, pp. 1-19.
- Navarrete, Federico, “La blanquitud y la blancura, cumbre del racismo mexicano”, [en línea], en Revista de la Universidad de México, Cultura UNAM, 2020, pp. 7-12, consultado en: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/ca12bb18-2c40-40dc-add6-b0acd62fafbd/la-blanquitud-y-la-blancura-cumbre-del-racismo-mexicano

