Manuscrito a las cartas

Por: Delmar Penka

I

Recuerdo la primera vez que escribí mi nombre, lo hice justo a la mitad del primer grado en la primaria. Me asombró la manera en que gráficamente se construía mi antropónimo. Una D inicial que se encontraba con el mar. Desde ese momento, hasta la fecha, no hay otra cosa que se haya vuelto más cotidiana que mi nombre escrito en una hoja de papel y en un documento en Word. Nadie lo dice de esta manera, pero al aprender a escribir se aprende también a nombrar nuestra existencia con grafías. 

Fuente: elCorreo

¿Cuántos de los que sabemos escribir reconocemos nuestra propia grafía? Es posible que todas las personas lo sepan, que tengan presente la forma en que trazan cada palabra. En mi caso, apenas puedo recordar cómo son las formas de mis letras en el presente. La pregunta suscitó revisar la vieja caja de zapatos, oculta en un ropero, donde solía guardar las cartas que escribía en la secundaria. Revisé el contenido y descubrí que mi manera de escribir había cambiado con el tiempo. Nada, incluso nuestros manuscritos, permanecen estáticos. 

Escribir se convierte en un acto personal que es movilizado por nuestros estados anímicos, sensoriales y mentales. No hay escrito desposeído de una impronta afectiva. En cada trazo se revela aquello que sentimos. Escribir es expresar, es compartir un fragmento de lo que somos ante el mundo, las personas y cosas que nos conmueven. Pero hay una forma particular que cada vez pertenece al orden de lo añejo, del pasado: las cartas escritas a mano.

II

Las cartas escritas a mano o en pequeños papelitos era nuestro medio de comunicación. Puedo recordar los ratos en la secundaria y en la preparatoria en que me tomaba el tiempo para escribir. Escribía cartas para las personas que me atraían y también las escribía para amigos que no encontraban la manera de expresarse. La carta era nuestra presentación, la primera impresión ante el destinatario. Había un compromiso serio con lo que se decía, una palabra mal dicha podía cambiar por completo el contenido. Era un ejercicio quirúrgico donde no se privilegiaba la ortografía ni la acentuación, sino que se entendiera el mensaje: “te quiero más haya del infinito”, leí alguna vez y no tuve dudas. 

Una carta entregada era el resultado de diez erratas previas. Ninguna salía a la primera porque los tachones y borrones arruinaban la estética del mensaje. La carta no se entregaba si la persona no estaba convencida con el resultado. Escribir se volvía tormentoso porque nuestros arrebatos e inseguridades nos vacilaban y nos dejaban en “blanco”, sin saber qué decir. Se leía y releía el avance. Era un ejercicio de escribir, reescribir y transcribir. Cada carta era relativa, podía ser escrita en una hora o en una tarde entera. Había tiempo invertido en una sola línea, por ello no se entregaba una simple carta, sino un periodo de nuestra existencia. Algunas personas solían aprovechar las esquinas del papel para hacer algún dibujo o trazos de colores, se hacía para demostrar que su creatividad traspasaba la escritura. 

Fuente: Wikiejemplos

Pero también había cartas que no comprometían confidencias, eran las que se escribían a las amistades y familiares. A ellas se les contaba las rutinas cotidianas, las anécdotas y los anhelos. Se finalizaba diciendo “espero verte pronto”. En mi caso solía agregar la frase, “Te quiere, D”. Una carta no era inacabada, es decir, siempre dejaba abierta una respuesta. La intención de ser enviada suscitaba el deseo de obtener de vuelta una misma. El ritual se completaba cuando el destinatario enviaba su carta y, al recibirla, se conjugaban diferentes emociones entre la alegría, la angustia y la incertidumbre. El resultado era revelado al abrir los pliegues. Si escribir es un acto personal, la lectura se convierte en un acto íntimo. Nadie sino a quien va dirigida la carta podía leerla. 

Fuente: MyHeritage Blog

Es posible que una carta nos haya provocado una lágrima, una sonrisa o un arrebato. De allí que solo aquellas que nos cautivaron se guardaron en algún lugar, como un sortilegio.  Pero las que nos provocaron angustias se convirtieron en cenizas y en cientos de fragmentos arrojados a la basura. Hay cartas que viven y otras que mueren, pero no es la materia, el papel ni la tinta la que se extingue o pervive, sino la persona que escribe. 

Pero de todas las cartas, también hay unas que se distinguen porque jamás fueron entregadas, jamás fueron leídas. La historia del por qué no fue enviada o recibida es algo que se desconoce. Existen cientos de cartas en una botella arrojadas al mar, cientos de cartas guardadas en libretas. Pertenece a lo indescifrable, ¿cuántas de las nuestras aún esperan ser enviadas? 

Actualmente, el correo electrónico ha sustituido a las cartas escritas a mano. La artesanía de escribir se convierte en digital. Es cierto que la emoción y el afecto no cambia en el proceso de redactar un escrito, ya sea en papel o en un documento en Word. Pero lo que sí cambia es el ritual que conlleva la creación de una carta, y el olvido de nuestra propia grafía. 


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