¿Se ha emancipado la literatura mexicana?

Por: Edder Tapia

Si eres artista y los indios no te entienden.
Si tu vanguardia aquí no se vende.
Si quieres ser occidental de segunda mano…

“¿Por qué no se van?”, Los Prisioneros

A partir de las diferentes posturas y debates sobre los niveles de la cultura y sus implicaciones en la expresión artística, el mundo académico ha reflexionado sobre la dicotomía “alta” y “baja” cultura;[1] cada una de estas opiniones toma como punto de partida concepciones variables de ambos términos ―y, por consiguiente, amplía los límites del objeto de estudio―. No obstante, a pesar de la flexibilidad en las teorizaciones sobre la cultura y la ampliación de dicho corpus, existe en Europa una noción clara de cultura alta (vinculada generalmente a la élite) y baja (ligada a “lo popular”); en cambio, en Latinoamérica, la conceptualización de los mismos términos queda difusa al ser tipificada por la academia o manifestada en ciertos objetos artísticos. Ya sea por la imprecisión del concepto, por la posición del enunciador o por tendencias artísticas, la reproducción de lo percibido como alta cultura fuera de los centros hegemónicos ―como Francia, Alemania o Estados Unidos― tiende a apelar a la cultura canónica eurocéntrica más que a expresiones artísticas latinoamericanas de “alta categoría”. Tal noción de alta cultura y su materialización en la literatura mexicana es el tema de esta opinión.

Al referirse a los cuatro movimientos básicos de la modernidad, Néstor García Canclini menciona que uno de ellos es el proyecto emancipador. Al respecto, sostiene que “Forman parte de este movimiento emancipador la racionalización de la vida social y el individualismo creciente, sobre todo en las grandes ciudades”[2]. Es, como señala, en la cotidianidad latinoamericana que se encontraron los temas de interés de las disciplinas artísticas. No obstante, las secciones dominantes de los sectores poblacionales han conformado el repertorio de la alta cultura ―o de lo “culto”― no a partir de la vida social local o regional, sino del marco europeo. Es decir, no han generado una emancipación real, por el contrario, buscan la forma de moldear el contexto nacional al influjo cosmopolita, principalmente europeo.

Fuente: Louvre.fr

De tal forma, es pertinente cuestionarnos qué se ha tenido en mente al percibir la alta cultura: ¿lo clasificable como “buen gusto”, criterios estéticos de raigambre grecolatina, técnicas innovadoras, simple imitación o apariencia? En ese sentido, lo canónico se ha establecido, principalmente, como un tipo superior de cultura “definida en términos de algún modelo histórico: Iluminismo, Renacimiento, Modernidad”[3].

Al respecto, Ana María Amar sánchez señala que:

Pensar en términos de arte y literatura “culta” vs. “popular” arrastra la presencia de una larga cadena de oposiciones como “vulgar” vs. “refinada”, “pura” vs. “impura”, que, como está claro, nunca son simétricas e implican elecciones, jerarquías y asignaciones de valor en las que lo popular y masivo resulta el polo negativo e incluso desacreditable.[4]

Por lo que es necesario establecer un marco de referencia valorativa para las nociones culturales dentro de cada pieza literaria. Dentro de un mismo volumen de cuentos o pasajes de una novela, es posible que los parámetros que colorean como alto o bajo a ciertos personajes, actitudes o referentes puedan diferir; ya sea por la diferencia temporal entre los momentos de escritura, por el énfasis establecido por el narrador del relato[5] o por cualquier otra razón interna o externa al texto en cuestión.

En el caso específico de la literatura mexicana, podría pensarse que dichos rasgos de la alta esfera cultural se encuentran marcados, desde los orígenes, en la conformación de ambos lados del plano literario. De tal forma, al hablar de nacimiento es pertinente dirigirnos a El Periquillo Sarniento (1816), primera novela hispanoamericana. Este texto manifiesta “el deseo esencial de Lizardi de apoyar toda la doctrina contenida en la novela en bases eruditas y, por lo tanto, firmes, lo cual lleva implícita la aceptación de la validez de gran parte de la cultura tradicional”[6]. Vemos que se trata de “bases eruditas” dominantes, sobre todo Clásicas, al tiempo que lo bajo es retratado en los arquetipos mexicanos ―criollos, indios, negros, etc.―. A pesar de la dicotomía ideológica plasmada en la novela, la división de nociones culturales se mantiene a partir del uso de lenguajes privativos para cada grupo. Por tanto, los personajes de las clases bajas, principalmente aquellos con poca instrucción académica (encarcelados, bandidos, vagabundos, pícaros), establecen su propio registro lingüístico, “reflejo de su propia resistencia cultural”[7]. Por el contrario, la clase dominante, principalmente instruida en Europa o con tendencias hegemónicas, no desarrolló su bagaje y marca lectal de acuerdo a sus necesidades y modus vivendi, sino por imitación del modelo peninsular.

Fuente: Museo Nacional de Historia

Así, la lucha cultural arriba mencionada se expresa de la siguiente forma: “El lenguaje popular a finales del siglo XVIII ya no sólo podía clasificarse de incorrecto, sino que era un agravio al buen gusto y racionalismo neoclásico”[8]. Podríamos analizar dicha polaridad entre los registros culto y bajo en la historia de la novela mexicana. Canónicamente, la voz del narrador ―registro tradicionalmente culto― recupera usos idiomáticos típicos de estratos inferiores o subalternos estableciendo la división entre su voz y la del otro: deja en claro que aquel que habla no es como él, y siempre regresa a su marca lingüística.

Dentro de la enunciación literaria, tal extrañamiento producido por aquellas voces que no “se expresan como yo” responde a la posición desde la cual se precisa lo comprendido como alto o bajo. Como agrega Amar Sánchez:

La noción de “popular” se define siempre “en relación con otro”, como el conjunto de lo que está excluido de lo legítimo u oficial, y en esto pesa la imposición de los sistemas educativos y las instituciones culturales que suelen reforzar un pensamiento binario y dualista.[9]

De tal forma que, no sólo cada lector y cada crítico ―y por supuesto cada escritor― perciben y plasman de forma subjetiva aquello que queda excluido del panorama legítimo en función de su posición dentro de la sociedad, sino que, la dualidad entre lo canónico y lo marginal depende de su medio y la consolidación de esta polaridad a lo largo de su vida. Esta dualidad manifiesta un problema de identidades ―propias y ajenas― subordinadas a una posición hegemónica, principalmente guiada por lo europeo.

No obstante, resulta peculiar que, a pesar de tal adversidad, al referirnos a la subjetivización de lo culto y lo popular, la reproducción de esta dicotomía cultural sea un rasgo característico en la literatura de hispanoamericana, tanto en la temática como en la forma de plasmarla en el discurso estético. De hecho, la imbricación entre ambas nociones es tal que:

en América Latina la presencia y el desarrollo de las formas populares ha sido una constante de su historia literaria. Casi podría afirmarse que ésta se define por su vínculo permanente con discursos no literarios, en especial con los géneros populares –pensados casi siempre como subliteratura-. Ellos han incidido en las formas “cultas”, produciendo modificaciones y cambios en el canon.[10]

Así, en el polo opuesto al Periquillo podemos situar a la literatura de la Onda, grupo que ya a mediados del siglo XX marcó como estándar lingüístico de sus narradores registros populares, con el objetivo de dar voz a los personajes de su entorno inmediato. Gustavo Sainz se refiere a las novelas escritas por su generación de la siguiente manera:

La preocupación por el anecdotario juvenil se desborda ante la avasalladora presencia del lenguaje, una inmersión en los desperdicios del habla cotidiana; la superficialidad, los juegos de palabras y el vocabulario secreto de diferentes colectividades. […] Los personajes hablan, para dejar blancos en una página e imitar la vida, donde el relato se diluye en aras de innumerables conversaciones.[11]

La contraposición entre el uso linguístico canónico le ha permitido a la literatura trastocar la identificación y pertenencia por parte de los lectores, quienes ya no percibieron a las novelas como un producto artístico elevado o fuera de su alcance. Como señala José Agustín: “El utilizamiento efectivo del lenguaje coloquial automáticamente genera una cosa y es que la gente que maneja este lenguaje lo puede leer. Se abre el radio del lector enormemente y no tiene que agradar el lenguaje al llevar a este tipo de lector”[12].

Por otra parte, el mismo José Agustín cuestiona en La tumba (1962) la hegemonía de la cultura dominante por medio del lenguaje: en la voz de su narrador protagonista, Gabriel Guía, se alterna entre inglés, francés, aleman y un uso del español característico de la clase media. Si bien, ha sido formado bajo los estándares sociales hegemónicos, tiene la posibilidad de “alejarse” de ellos para conectar de su entorno mexicano y puede también “rebejarlos” para homologarlos con su contexto.

Ahora bien, para cerrar con la reflexión, pensemos la reproducción del objeto artístico y la estructura cultural que lo genera en relación con sus mecanismos de persistencia. García Canclini refiere que:

Para apreciar una obra de arte moderna hay que conocer la historia del campo de producción de la obra, tener la competencia suficiente para distinguir, por sus rasgos formales, un paisaje renacentista de otro impresionista o hiperrealista. Esa “disposición estética”, que se adquiere por la pertenencia a una clase social, o sea por poseer recursos económicos y educativos que también son escasos, aparece como un “don”, no como algo que se tiene, que se es. De manera que la separación del campo del arte sirve a la burguesía para simular que sus privilegios se justifican por algo más que la acumulación económica.[13]

Como sostiene el autor, la clase alta se coloca a sí misma, gracias a la poca accesibilidad cultural y educativa, como heredera única de una genealogía artística, proveniente de centros hegemónicos. En el caso mexicano, pareciera que tal estirpe no reconoce los recursos económicos y educativos regionales si no son legitimados ―y por ende subordinados― por algún elemento del repertorio hegemónico: corriente artística, modelo de pensamiento, lenguaje o actantes provenientes o formados en alguno de los centros culturales.

Fuente: Wikipedia

En conclusión, estas líneas son apenas un esbozo sobre la noción de alta cultura en México, categoría que no apunta a referentes culturales desarrollados nuestro país o adaptados a la realidad de las clases dominantes, sino, por el contrario, prolongan la genealogía instaurada en la época colonial. Ya sea en expresiones literarias, decimonónicas o en contemporáneas, la evolución histórica de esta dicotomía refleja la carente emancipación de los grupos dominantes; en contraste con la categoría de baja cultura, que corresponde a un estrato, al menos en los registros literarios, que ha desarrollado sus propios mecanismos de enunciación.


[1] Véase, Adorno, Theodor y Horkheimer, Max. “La industria cultural: Iluminismo como mistificación de masas”. Dialéctica del Iluminismo. Buenos Aires: Editorial Suramericana, 1970, pp. 146-200. Benjamin, Walter. “Valor de culto y valor de exhibición”. La obra de arte en la época de su reproducción mecánica. México: Ítaca, 2003, pp. 52-57. Williams, Raymond. “Cultura”. Marxismo y literatura. Barcelona: Ediciones Península, 1988, pp. 21-31. Para los aportes de Néstor García Canclini y Ana María Amar Sánchez, véanse las obra citadas en este texto.

[2] García Canclini, Néstor, Culturas híbridas. México: Grijalbo, 1989, p.  31.

[3] Brantlinger, Patrick, Bread & Circuses. Theories of Mass Culture as Social Decay, Cornell University Press, Estados Unidos y Reino Unidos, 1983, p. 19.

[4] Amar Sánchez, Ana María, “Vínculos, usos y traiciones. La cuestión teórica”, en  Juegos de seducción y traición. Literatura y cultura de masas, p. 12.

[5] Aquí nos referimos a la distinción entre autor empírico y narrador establecida por Félix Martínez Bonati. Si bien, el autor empírico es el “generador” de la ficción que nos enuncia, el narrador es aquella entidad que entrega al lector un discurso estilizado y ordenado en función de sus intereses. Por lo tanto, las estrategias discursivas del narrador no responden per se a la ideología del autor empírico, sino a sus objetivos comunicativos como enunciador. Véase, Martínez Bonati, Félix, “El acto de escribir ficciones”, Dispositio. vol. III, núm. 7-8, 1978. pp. 137-144.

[6] Sáinz de Medrano Arce, Luis, “Introducción al Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi”, en Fernández de Lizardi, José Joaquín, El Periquillo Sarniento, Editora Nacional, España, 1976, p. 3.

[7] Ramírez, Emma, “Ilustración y dominación: El Periquillo Sarniento bajo el Siglo de las Luces”, Revista de Humanidades: Tecnológico de Monterrey, núm. 21, 2006, p. 83.

[8] Ídem.

[9] Amar Sánchez, loc. cit.

[10] Ídem.          

[11] Sainz, Gustavo, “Literatura”, Claudia, octubre de 1970, p. 80.

[12] Hadley, Scott, “José Agustín y el lenguaje coloquial literario: Una entrevista”, Chasqui, vol. 17, núm 2, 1988, p. 80

[13] García Canclini, op. cit., pp. 36-37.


Lista de referencias

  1. Amar Sánchez, Ana María, “Vínculos, usos y traiciones. La cuestión teórica”, en  Juegos de seducción y traición. Literatura y cultura de masas, Argentina: Beatriz Viterbo, 2000.  pp. 11-44.
  2. Brantlinger, Patrick. Bread & Circuses. Theories of Mass Culture as Social Decay, Cornell University Press, Estados Unidos y Reino Unido, 1983.
  3. García Canclini, Néstor. Culturas híbridas, Grijalbo, México, 1989.
  4. Hadley, Scott, “José Agustín y el lenguaje coloquial literario: Una entrevista”, Chasqui, vol. 17, núm 2, 1988, pp. 75-82
  5. Ramírez, Emma, “Ilustración y dominación: El Periquillo Sarniento bajo el Siglo de las Luces”. Revista de Humanidades: Tecnológico de Monterrey, núm. 21, 2006, p. 65-103.
  6. Sáinz de Medrano Arce, Luis, “Introducción al Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi”, en Fernández de Lizardi, José Joaquín, El Periquillo Sarniento, Editora Nacional, España, 1976, pp. 9-70.
  7. Sainz, Gustavo, “Literatura”, Claudia, octubre de 1970, p. 80

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