El sabor del atole

Por: Delmar Penka

Son las ocho y quince de la mañana. Alguien toca enérgicamente la puerta. La persona, al escuchar mis pasos, no espera a que llegue a la puerta para hablarme.

–Buenos días, joven, ¿va a querer un vaso de atole? ––Me pregunta doña Chonita. Desde hace veinte años se dedica al mismo oficio. 

–Sí, claro. Deme 40 pesos, por favor. Le paso el jarrón donde suelo verter el atole.

Me resultan gratos los miércoles y sábados, días en que la doña suele pasar en mi colonia. Me he convertido en su cliente, porque suelo acompañar el desayuno con la bebida que prepara. La he visto cargar el mismo “diablito” donde lleva cuatro cubetas grandes de 35 litros. Todas las mañanas inicia con 120 kilos que poco a poco se hacen menos al recorrer las calles. Mientras sirve el atole con una cuchara grande, observo sus manos, me parecen tan rígidas tras los tantos kilos y años trabajando.

–Oiga Doña Chonita, nunca se lo he preguntado, pero ¿usted a qué hora se levanta a preparar el atole? –La doña sonríe sin mirarme. 

–Ay, joven, si le contara. Para preparar el atole no es de levantarme temprano, sino de tener las ganas para empezar un día antes. Preparar atole no es como la gente dice, “te dieron atole con el dedo”, porque es una ofensa para quienes sabemos el tiempo que invertimos en la preparación. 

Su respuesta me parece irrefutable. 

–Para preparar el atole que usted se toma, tengo que empezar 72 horas antes de que llegue a su mesa. Debo elegir el maíz, dejarlo reposar un día entero en una cubeta con agua tibia. Pero eso es después, primer debo de ir al mercado, levantarme bien temprano el lunes porque si no, otras señoras me ganan las mejores mazorcas. Hay veces en que una hace corajes porque la combi no se apura en llegar y se nos hace tarde. Ese dicho de que ‘al que madrugada Dios lo ayuda’ no siempre es cierto, porque algunas veces me ha dejado sin mercancía para preparar el atole. Aquí tiene los veinte pesos, joven. 

Se acomoda la bufanda que cuelga en su hombro derecho. Unos riachuelos le brotan en la cara. Se limpia con las mangas de su suéter. 

–¿Entonces, no es que se levante en la madrugada a preparar?

–Sí, pero la madrugada es casi el final de la preparación. Una vez que el maíz es reposado, se coloca en otra cubeta donde se guarda otro día, pero hay que estarlo viendo porque si no escurre el agua que queda dentro de los granos de maíz, no se logra el sabor del atole. Ya cuando ha sido reposado, entonces empieza la preparación. Muelo el maíz en mi pequeño molino. No me gusta hacerlo con el nixtamal porque sin la mano se pierde el sabor. Prefiero cansarme un poco más, pero garantizar que mi atole salga bien, ¿a poco no le gusta?

Sí, claro que sí. Por eso le compro. Doña Chonita sonríe, satisfecha con mi respuesta.

–Yo no uso estufa joven, como soy de comunidad me gusta el fogón. Entonces siempre debo de tener leña, que es otro lío conseguirla, el humo también le da sabor a la comida. Enciendo la lumbre como a medianoche, luego coloco el maíz molido en otra olla grande donde coloco agua. Después, cuando ya está burbujeando el agua, empiezo a moverlo lentamente. Así poco a poco hasta que se hace espeso. Después le dejo caer panela, no le pongo azúcar porque corta el sabor. Me quedo allí moviendo la olla casi cuatro horas. Ya cuando veo que agarró la consistencia, tomo una cuchara y me sirvo la primera taza. Pues claro, yo debo de ser la primera en probar lo que prepara, si no qué chiste ––ríe a carcajadas––. 

Como a las cinco de la mañana el atole ya está listo. Entonces lo guardo en estas cubetas y comienzo mi día. A las cinco y medio debo de estar saliendo de mi casa, tu casa. Empiezo allá por el Ojo de agua, vengo caminando derecho. Cuando llego aquí a esta colonia me queda la mitad. Avanzo otras dos colonias más y ya sé que todo se acaba. Como a las diez de la mañana me regreso para dormir. Ya me levanto como a las dos de la tarde. Sí, joven, es dura la vida, es duro preparar atole. Pero, pues es lo que me tocó, es lo que sé hacer.

Doña Chonita se queda callada. La veo y pienso que el vaso de ocho pesos no es equivalente a todo el tiempo y esfuerzo dedicado en la preparación. 

–Bueno, joven, ya me voy. Porque si me quedo aquí seguro me gana el día y dormiré menos. Que disfrute su atole. 

–Claro que sí, doña Chonita. La espero el sábado. 

Lentamente, levanta el diablito, toma impulso y comienza su recorrido. A pesar de conocerla hace veinte años, hasta ahora sé un poco de ella. La crónica de la vida que nos une se resume en el momento en que abro la puerta y me compro un vaso de atole. Me pregunto, qué supondrá acerca de mí. A caso seré una anécdota que a alguien más le contará. 

Entro a la casa para servirme el rico atole.

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