Genealogía de un nacimiento

Por: Delmar Penka

Nací un día de agosto, mes de los leo en el zodiaco, o de los ajmaq –uno de los veinte naguales– en el calendario tzolk’in de los mayas. Llegué a la vida a principios de la última década del milenio pasado: tiempo cúspide de la música pop y de la reunificación de Alemania y el decreto del fin de la Unión Soviética. Época en que se lanzó al mercado el Súper Mario World, videojuego que disfruté ocho años después, con el dinero de las tortillas que me dio mi madre: así conocí su mano dura. Nací en el ombligo de agosto, día de quincena, o eso dice la gente.

Para que eso sucediera, mi madre y padre se refugiaron juntos nueve meses antes: año 1989, era el mes de la caída del Muro de Berlín y de la transición de la mejor época del rock. Fui procreado en noviembre, tiempo en que el inverno se avecina y hace de las suyas. En mis genes llevo la excitación del frío y el gusto por el otoño, estación en que todo muda. Ambos se conocieron en la ciudad, en San Cristóbal de Las Casas. Uno vivía frente al otro, eran vecinos, así se “echaron el ojo”. Fueron novios durante dos años, luego mi madre quedó embarazada. Entonces decidieron juntarse.

Se mudaron a la casa de mi difunta abuela Esperanza, la madre de mi mamá, quien estaba enojada por lo sucedido. A pesar de ello, no tuvo el suficiente coraje en el corazón para mandarlos a vivir a otra parte. Durante nueve meses, mi abuela tuvo una comunicación intermitente con mi padre. “Hola, buenas tardes, hasta mañana”, si al caso se decían –hay un vacío en ese tiempo que desconozco–, hasta el día en que yo nací. Solo así pudo pronunciar su nombre con orgullo: mi yerno Alonso. 

Mi madre le prometió a mi abuela que cuando naciera su primer bebé, le pondría su nombre por todo el apoyo que le había dado, tendría su tocaya. Para mi buena o mala suerte no fue así, y con ninguno de los hijos que siguieron después de mí. Es una deuda que ella jamás pudo cumplir. Emergí de mi madre a las siete y treinta de la mañana, la hora en que en el noticiero matutino alguien llamado Ulises daba un comunicado. Mi madre escuchó el segundo nombre que hoy habito. Delmar es mi primer nombre, según por una poeta colombiana que mi padre leyó en la licenciatura: Meira Delmar. Esto último es posible que sea una ficción para darle una historia a mi primer nombre. Así conjugaron mi antropónimo. Ambas coincidencias definen lo que soy: comunicólogo por las mañanas y bohemio por las tardes.

Dos años después de mi nacimiento, mis abuelos paternos me conocieron. Desconozco si les gustó mi nombre o no, es una pregunta que jamás les he planteado. Será parte de otra averiguación. 

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