La “política de siempre” nunca es la misma

Por: Oziel Ramírez

Hoy salí de casa y vi más pendones que gente mientras caminaba. Claro, son tiempos de campaña electoral, lo cual significa que en todos los rincones del país se escucha el rumor de que al fin se transformará la vida pública mediante la política institucional. Sin embargo, para muchos, parecería que esta promesa se rompió más veces de las que se hizo, por lo que ya no vale la pena hablar de un cambio en el estado de cosas, y más bien se refieren al preludio de las elecciones como otra expresión de lo que llaman “la política de siempre”, formas (aparentemente) antediluvianas de ejercer la dominación política que se coronan con mentiras e hipocresía.

El desasosiego electoral no es nada extraño ni injustificado, el problema, me parece, está en las ideas que sostienen los “todos son iguales” y los “nunca cambiará” pues la mayoría, bien o mal intencionadas, nos pretenden meros espectadores de las arenas a las que todos y todas somos llamados por el derecho que las movilizaciones violentas y pacíficas del pasado ganaron para nosotros. Y más aún cuando quienes las promueven son los autonombrados “realistas”, es decir, aquellos que, vagamente inspirados en la historia del pensamiento político, desdeñan toda valoración política que no dependa de los supuestos de que en ese ámbito toda acción se supedita a hilos atados a manos ocultas o tiene una doble intención y que esta es su única constante.

Desde esa perspectiva parecería que tener la convicción de que México se puede cambiar mediante la política, o peor, que la política puede cambiar, es algo que solo existe en la boca de crédulos y demagogos. Pero me temo que este último juicio es algo ingenuo y bastante descuidado ya que mucho antes de que existiera la preocupación pesimista por la permanencia de los aspectos negativos de la política que está en el centro del “realismo”, el pensamiento político ya era consciente de que

El tiempo no suspende su marcha ni para los pueblos ni para los hombres; unos y otros avanzan hacia un porvenir que ignoran; y cuando los creemos estacionarios, es que sus movimientos se nos escapan. Como seres que caminan y que parecen inmóviles a los que corren también[1].

Reflexión que me ha llevado a percatarme de que la mentada “política de siempre” nunca es la misma. Algunas voces actuales afirman lo contrario, estableciendo una conexión entre el ahora y un objeto algo vaporoso que atinan a llamar “el priismo de los setenta”. El argumento se sostiene en una extraña mixtura de caracterizaciones del Estado mexicano según la cual entonces como hoy nos encontramos frente a una política autoritaria cuyo epicentro se encuentra en un líder carismático u hombre fuerte que contiene el malestar social mediante dádivas sin tocar sus causas estructurales. Pero esto es un exceso. En mi opinión tal descripción no le calza bien al presente, por convicción, porque me parece que esconde prejuicios antipopulares que sitúan a las mayorías como una masa pasiva —sin importar si hablamos del pasado o el presente—, obvian deliberadamente que la rueda de la historia no gira por sí misma y pesa demasiado para ser movilizada por unos cuantos; y precisamente porque mi argumento es que cada uno de los momentos de nuestra política tienen su propio carácter, sin que esto signifique que estén inconexos y las virutas de unos nunca caigan sobre los otros. 

Por lo demás, el diferendo de valoraciones sobre nuestra actualidad es algo que, siguiendo el ejemplo de Shrek, preferiría resolver con una cerveza. En ese orden de ideas, me gustaría darle mayor protagonismo a la reflexión del priismo de hace cincuenta años en un intento de sopesar la comparación arriba mencionada.

Es una coincidencia interesante para este texto que a principios de los setenta llegaran a las librerías La formación del poder político en México (1972) y El sistema político mexicano (1972), dos obras politológicas imperdibles que buscaron la genealogía de su presente político a partir del examen del presidencialismo y su relación con el partido en el poder. Ambos textos coinciden en que el sello de aquella época es el dominio del máximo cargo del poder ejecutivo sobre los poderes legislativo y judicial, pero no cómo resultado de una ruptura del orden constitucional existente entre los tres y un orden arbitrario que se inclinara a los caprichos de un hombre. Por el contrario, argumentaron que “Las amplísimas facultades que tiene el presidente de México proceden de la ley y de una serie de circunstancias del más variado carácter”[2], lo cual es el resultado de un cambio en el tipo de dominación política que sucedió a principios del siglo XX en el que la dominación carismática-tradicional del caudillo comenzó a perder su lugar frente a la legal-racional del presidente[3].

Aquellas obras explican que nuestra forma de gobierno, de manera sucinta, fue constituida para responder a que “la naturaleza absolutamente personal y circunstancial del caudillismo” no podía “garantizar en modo alguno la permanencia del poder político”[4], y que los constituyentes de 1917, inspirados en parte por los de 1857, consideraron que era necesaria una autoridad fuertemente centralizada para “una época de reconstrucción y de avance económico” en la que “podía estorbar una asamblea deliberativa”[5]. Dicho de otro modo, el orden político que institucionalizó la revolución y se convirtió en el PRI representó la conformación de un poder de tipo dictatorial que no tenía que suspender el orden constitucional, pues actuaba sin gran dificultad dentro y fuera de él.

Fuente: Ediciones Era

Este sistema fue eficaz en cuanto a la corporativización obrera y campesina, pues su objetivo era llevar las demandas revolucionarias y postrevolucionarias al cause institucional. En ese sentido, junto con su carácter violento y represor, quizá su rasgo más sobresaliente haya sido la completa neutralización del caudillismo a través de la transición ordenada de los llamados monarcas sexenales que en gran medida permitía el tapadísmo, “la selección oculta o invisible de los candidatos del PRI a los puestos de elección popular, sobre todo los superiores y particularmente el del presidente de la República”[6]. Esta figura, me parece, es central para comprender que en el Estado mexicano de los setenta fuese “posible encontrar elementos en los cuales dictadura y representación democrática se combinan originalmente”[7] ya que, al tiempo que era obligado a reconocer determinadas demandas sociales, retenía la democratización de sus estructuras mediante el “tapado”, que no era el mero resultado de un “dedazo”, sino un modo de impedir que existieran figuras políticas que dispusieran de más medios que los que podía dispensar el presidente o el partido, pues, como su nombre sugiere, este nunca era un personaje que tuviera un amplio reconocimiento popular.

Fuente: Enciclopedia de la Literatura en México

No obstante, pienso que la relativa estabilidad que ese sistema tuvo durante varias décadas cargaba un defecto de corte cesárico. Normalmente, y a grandes rasgos, un poder como el que puede ejercer el jefe de estado se presenta en los presidencialismos como estado de excepción, es decir, como un plazo legalmente definido en el que el orden constitucional queda suspendido de modo que los mandatarios pueden tomar acciones discrecionales para la resolución de alguna crisis. En México tales capacidades son legales, pero indefinidas. Esto es, los presidentes priistas poseían facultades por encima del resto de poderes cuya finalidad era resolver la estabilización de la dominación política y económica en contextos específicos, pero conseguidas estas, todo el sistema, anclado a ellos, terminó por ser incapaz de domesticar nuevas resistencias en contextos diferentes, las cuales tendieron a intensificarse con (y por) el paso de los años. Por ello no es de extrañar que uno de los choques más críticos de aquel priismo haya sido con los jóvenes en 1968.

Contrario a lo que la expresión “el priismo de los setenta” insinúa, en esos años el estado de cosas en la política no era precisamente monolítico. Aunque, por supuesto, una construcción tan vasta como la del afamado partido hegemónico tardó en derrumbarse después de la crisis de legitimidad que experimentó en esa década. Lo que vino después fue, un intento —por supuesto, no de buena voluntad sino por la presión de la movilización social y las guerrillas rurales y urbanas— por mitigar las arbitrariedades del sistema político mediante la propuesta de un sueño aristocrático. Dos décadas después, el espíritu del nacionalismo revolucionario priista quedó casi extinto y el PRI reacomodó sus entrañas. El corporativismo tendió a cambiar sustancialmente y ahora el cuadro político típico ya no era, por así decirlo, el patriarca de la familia revolucionaria, sino su hijo, el tecnócrata, el mejor educado para resolver el agotamiento de los modelos de acumulación anteriores. En suma, el priismo de los setenta se quedó en su década y le dio su lugar al periodo hoy conocido como neoliberal: el Estado que todo lo podía ver y tocar disminuyó sus dimensiones para convertirse en un garante para ciertos inversores.

Alguna voz perspicaz dirá que lo acontecido es que hay un “retroceso” por el que la democracia —supuestamente alcanzada con la alternancia de la presidencia en el año 2000— experimenta una deriva causada por arcanas prestidigitaciones que han logrado hacer girar la rueda de la historia hacia atrás. Eso no se puede, ni Ozymandias, rey de reyes, pudo resistir las arenas que amontonan el tiempo. Ahora no quisiera entrar en las discusiones interminables, y casi siempre estériles para la política, sobre si un periodo dura más o menos, se acaba allá o acá o se define por tal o cual cosa, y en su lugar, inspirándome en autores como Linz[8] o Poulantzas[9], prefiero adoptar la perspectiva de que el cambio en la política y el carácter de sus diversos momentos se puede reconocer con más facilidad y precisión cuando se observan reacomodos en las relaciones entre los grupos políticos en el poder y las mayorías.

En dado caso, estaría de acuerdo en que algunas partes de nuestro sistema político han experimentado pocos cambios en más de cien años en tanto que se encuentran determinadas en buena parte por nuestra constitución —que de algún modo es la misma a pesar de tener más del triple de modificaciones que de artículos—. Aun así, estoy seguro de que hay diferencias sustanciales entre el quehacer político durante el auge del priismo, el periodo de contracción del Estado y la actualidad. En el primer caso se trata de un estado de cosas que estaba dispuesto para evitar que el cauce de las demandas revolucionarias se desparramara fuera del alcance de un poder centralizado que terminó por anquilosarse con el paso de las décadas, y en el segundo de un arreglo que desatendió a las mayorías liquidando los anteriores equilibrios obrero-patronales y campesinos en favor de cierta oligarquía económica[10].

En cambio, respecto al ahora, pesa nuestra existencia. La transformación en la política no es algo que se dé por sí mismo. El viejo Estado autoritario no concedió nada, se le ganó terreno. En ese sentido, creo que la política se está transformando porque las mayorías están tendiendo a inclinarse a cambiar su relación con los bloques en el poder a través de ciertas exigencias. Lo digo a propósito de una transición más o menos notoria en torno a lo que se espera de quiénes participan en ella. Una cuestión central hoy es conocer qué compromiso se tiene con cuáles causas, por cuánto tiempo y de qué modo se ejerce ese compromiso. En el presente es más difícil que antes aglutinar las demandas populares sin participación en movimientos sociales y sin hacer “política en la calle” desde mucho antes que empiecen las campañas en medios de comunicación. La política se ha transformado porque hubo personas preocupadas por ella y dispuestas a transformarla, hoy está cambiando porque las sigue habiendo, y solo tendrá cambios decisivos en la medida que haya más. Eso no quiere decir que desaparezca completamente la efectividad de algunas formas de dominación vetustas, sino tan solo que la transformación de la política es posible cuando se la quiere a través de una posición activa. Hablar de “la política de siempre”, entonces, es para mí un error metodológico que tiende a trasladar las propiedades de un objeto (supuestamente) conocido a uno incierto, la política presente, y así mismo, una suerte de resignación.

Fuente: Ego Sum Qui Sum


[1] Tocqueville, Alexis de, La democracia en América, 2012, p.192.

[2] Cosío Villegas, Daniel, El sistema político mexicano: las posibilidades de cambio, 1974, p. 22

[3] Córdova, Arnaldo, La formación del poder político mexicano, 2000, p. 49.

[4] Ibídem, p. 53.

[5] Cosío Villegas, Daniel, op. cit., p. 23

[6] Ibídem, p. 59.

[7] Córdova, Arnaldo, op. cit., p. 45.

[8] Véase: Linz, Juan José, “Una interpretación de los regímenes autoritarios”, en Papers: revista de sociología, Universidad Autónoma de Barcelona, vol. 8, 1978, pp. 11-26.

[9] Véase: Poulantzas, Nicos, Estado, poder y socialismo, 9a edición, Siglo XXI, México, 2005.

[10] Para observar esto basta atender la emergencia de las maquilas, la flexibilidad laboral, el abandono del campo, así como el surgimiento y crecimiento de una parte importante de las mayores fortunas de la actualidad.


Lista de referencias

Cosío Villegas, Daniel, El sistema político mexicano: la posibilidad de cambio, 6a edición, Cuadernos de Joaquín Mortiz, México, 1974.

Córdova, Arnaldo, La formación del poder político mexicano, 22a edición, Ediciones Era, México, 2000.

Tocqueville, Alexis de, La democracia en América, 16a edición, FCE, México, 2012.

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