Lo que (tal vez) tuvimos: reflexiones en torno a las pérdidas

Por: Eva Lizbeth Márquez

Me faltan tantas cosas que me duelen las manos

que se alargan dolientes, pálidas, vacías.

“No sé qué hay en la tarde, en la luz, en el alma”, Idea Vilariño

Nuestra vida está plagada de encuentros y pérdidas, pero hay momentos en donde las segundas abundan como si fueran burbujas de jabón sopladas en una tarde dominical. Brotan, cual sopladas por el hado, grandes y pequeñas, de alguna manera, también efímeras, dejando la sensación de que el tiempo paró unos instantes. Qué impacto es darse cuenta de que el reloj nunca se detuvo, o no para todo el mundo. Tal vez sentimos que el nuestro aguantó la respiración unos segundos o minutos, y ahora que ha vuelto a tomar aire, nos percatamos de que no sólo estamos a destiempo, sino incompletos, porque lo que perdemos, suele llevarse a su vez un poquito de nosotros.

Hace poco hacía un recuento de lo que he perdido este año, tanto de lo metafórico o simbólico, como de lo material y corpóreo. La lista es abrumadoramente larga, además de dolorosa, tanto así que hizo que me replanteara qué son las pérdidas, y de qué manera se pudieran catalogar. En el afán por darle un poco de orden y lógica a mi vacío, escribo estas líneas.

Fuente: Pixabay

Tras esta breve introducción, prosigo a preguntarme: ¿qué es lo perdido? Y entonces viene a mi memoria un texto de Benedetti que varios años atrás leí, y que ahora siento que entiendo de otra manera: “Lo perdido tuvo color, pero ahora es incoloro. […] es un par o dos de labios, que probaron el sabor de los míos y que ahora solo puedo besar en mi memoria. Lo perdido es la luna redonda que yo hacía ovalada en mi retina […]”[1]. Caigo en la cuenta de la obvia relación entre la pérdida y la memoria. Por supuesto, lo perdido duele porque lo reconocemos nuestro, lo recordamos como algo que nos conforma; nos brinda sentido, de ahí que una pérdida pueda hacernos sentir, irónicamente, perdidos[2].

Cuando se piensa en qué es lo que se puede extraviar, quizá sea fácil responder objetos materiales, tales como dinero o artículos diversos. Son las pérdidas más frecuentes en nuestra vida cotidiana. Casi podría afirmar que no hay un día en que no perdamos algo de ese tipo. También pareciera que son las más fáciles de sobrellevar y de solucionar. No obstante, todos tenemos objetos especiales que, si olvidamos dónde los dejamos, de seguro sentiríamos una presión en el pecho y pondríamos todo nuestro empeño para recuperarlos, por más sustituibles que a otro le parezcan, por la simple razón de que para nosotros no lo son, ya que les hemos dotado de un significado especial. Lo que nos duele es justo ese valor que se va con el objeto, el cual suele estar ligado a un suceso, un lugar, una persona; es decir, a nuestra historia de vida.

Fuente: Pixabay

No cabe duda de que perder un objeto con valor simbólico es doloroso, y supone todo un proceso de duelo. Ahora pasemos a otra pérdida, de tipo metafórica, aquellas posesiones que no se sostienen en las manos, pero sí en nuestros esfuerzos cotidianos, tienen la forma de objetivos, sueños, esperanzas, ideas, valores, o creencias. Le brindan razón a nuestro actuar, son una especie de guía. Aparentemente firmes, cada una de ellas tiene un punto débil específico que somos incapaces de notar, hasta que se derrumban. Comienzan con una grieta que quizá no percibimos, y su caída nos parece tan ajena como catastrófica. Este tipo de pérdidas genera un gran conflicto interno, ¿se tuvo algo que no se vio o tocó? Imposible enterrarlo o sustituirlo. Su extravío se refleja, tal vez, en nuestros ojos, así como en algún insomnio o remordimiento.

Y aunque podría hablar todavía de más categorías de pérdidas, me limitaré a mencionar una tercera, quizá la más difícil de digerir, pero que tiene un nombre particular: la muerte. Desde esta retórica, enfrentarse a la muerte es perder aquello que se tuvo y no, porque, aunque las sintiéramos como una extensión de nosotros, las personas no nos pertenecen, tienen vida, historia y pérdidas propias.

Hay tantas formas de perder a un ser amado, pero la más determinante de todas es verlo morir. Extraviar el latido de su corazón, recostarte en su pecho para confirmar que carece de diástole y sístole. Una respiración que conocías tan bien se esfuma como burbuja de jabón atrapada por un niño. A continuación, resta el silencio, porque entiendes que el tiempo sí se detiene para alguien, aun si las manecillas continúan su camino para los otros.

Antes no había caído en la cuenta de que si bien una ruptura (de amistad o amorosa) aparenta ser la pérdida de un lenguaje en común, en realidad éste continúa vivo, porque hay dos hablantes, que han decidido callar, sí, pero que guardan ese conocimiento en común. En cambio, la muerte es un mutismo total, es cuando el verdadero silencio se hace presente[3], y el eco que queda, es el generado por nuestra memoria y dolor. Es cierto, hay pérdidas que pueden ser sustituidas, algunas olvidadas, de las que se aprende o se sobrevive, así como otras más que permanecerán inmutables. Cada una se lleva algo de nosotros, porque estamos conformados por aquello que tuvimos, que creímos tener, o que compartimos. Tal vez, las pérdidas duelen porque reconocemos cómo nos fragmentamos, lo que significa despedirnos no sólo de alguien o algo, sino de quienes éramos nosotros con o a partir de.


[1] Benedetti, Mario. Vivir Adrede, 2007, p. 27.

[2] Soy consciente del uso reiterativo del verbo perder, y que podría en este caso sustituirse por extraviado, pero en esta oración en particular quisiera usar esas ambivalencias de significado.

[3] Se afirma que siempre estamos escuchando algo, y que, si se diera el caso de estar en un espacio sin ninguna clase de ruido, seríamos capaces de escuchar el flujo de nuestra sangre.


Lista de referencias:

Benedetti, Mario, Vivir Adrede, Punto de Lectura, México, 2007.

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