Por: Oziel Ramírez
Soy un lector de Carl Schmitt y por ello sé que la enorme mayoría de los textos sobre él contienen, en algún punto, una advertencia sobre su filiación política. En los estudios introductorios de sus principales obras esta se matiza —y lo merece— con la esperanza de suavizar al lector y entre sus comentaristas dicha filiación se presenta como una clave importante para cambiar el relieve de sus argumentos porque, es cierto, las crestas y valles de sus líneas se nos representan más o menos hondas, más o menos escarpadas si las leemos sabiendo su militancia en el nacionalsocialismo, sus simpatías dictatoriales, su recalcitrante catolicismo y algunas otras perversidades desde las cuales se puede reducir o exagerar fácilmente su trabajo, sin que por eso puedan haber razones honestas para negarlas.
Alguna vez escuché decir que la obra de Schmitt no tiene valor alguno y quienes la consultamos lo hacemos únicamente por el aura de autor maldito que le rodeaba ya en vida. Y tiene algo de razón, las obras políticas sobre las que nadie tiene serias objeciones son despiadadamente aburridas.

Fuente: Editorial Alianza
El oriundo de Plettenberg es, me parece, uno de los autores que ha ejercido de manera más consciente el oficio de autor político y ello explica en buena medida el temperamento de su pluma, que a fin de cuentas es heredera de una de las más veneradas e invectivas tradiciones de la teoría política, a saber, aquella de los defensores de la paz a cualquier costo. Parado sobre los hombros de Maquiavelo y Hobbes, apresurado por la guerra como ellos, comprendió que todos los conceptos políticos tienen un carácter polémico pues “resultan incomprensibles si no se sabe a quién en concreto se trata en cada caso, de afectar, de combatir, negar y refutar”[1]. Cuando afirma que el “bolchevismo y fascismo son, como cualquier dictadura, antiliberales, pero no necesariamente antidemocráticos”[2], ejemplifica esto de forma magistral. La oración es un absurdo a primera vista y resulta problemática por mezclar dos espectros políticos cuyas diferencias son claras aunque discutibles y hacer una conexión entre dos formas de gobierno que en cualquier otra literatura tendrían que aparecer como antitéticas. Pero no hay razón para apresurarse, no es un error de bachiller. La oración se desdobla en al menos tres direcciones que, para mí, muestran la manufactura del escritor político que vale la pena ser leído: crítica, provocación y parcialidad.
Si la obra schmittiana aún se estudia, en el ámbito politológico, es porque nos da un buen panorama de la construcción teórica del Estado moderno y su crisis de posguerra a través de una implacable crítica de la doctrina liberal. Según el jurista alemán, la anterior no es política sino ética, mientras que la democracia es principalmente política. Este es un argumento tangencial en relación con uno de sus núcleos argumentativos, cuya complejidad aquí no podré sino simplificar. Lo importante es que para Schmitt lo político implica siempre una distinción entre amigos y enemigos[3], la cual viene, a remarcar la finitud o demarcación de la comunidad política. Esto es, si la democracia se trata de una pauta a través de la cual la comunidad se relaciona consigo misma, esta no puede basarse en una ética de la igualdad universal —como la del liberalismo burgués— en la medida en que de ella emana una decisión cuyos alcances no pueden ser de semejante proporción. Una comunidad política no elige organización, gobernantes, normas ni es soberana más que para sí, por ende se funda sobre algún criterio de diferenciación entre quiénes participan de sus decisiones, pueden aspirar a gobernarla, acatarán sus normas, y quienes no lo harán[4].

Fuente: Reflexiones Marginales
Pero no era suficiente plantear algunos de los argumentos más controvertidos y controversiales de la historia de las ideas políticas del siglo XX. Poner la democracia más cerca de la dictadura fascista o bolchevique que del liberalismo es claramente una bravata. A Schmitt le importaba poco la democracia, quería señalar la ineficacia y caducidad de las instituciones liberales para sostener o fundar un orden. Así mismo, buscaba demostrar que aquella doctrina desconoce la decisión soberana. Muy sintéticamente, él diría que, entre otras instituciones, el Estado de Derecho y la discusión parlamentaria aplazan las decisiones de carácter político pues eluden las complejidades de la relación entre fuerza y Derecho al mismo tiempo que pretenden que el intercambio en las tribunas haga emerger alguna suerte de verdad, a pesar de las prácticas parlamentarias realmente existentes. El autor señalaba en sus tormentosas observaciones sobre la República de Weimar que el poder soberano no puede estar debajo de la ley en la medida que sostiene la situación de norma-lidad que permite su funcionamiento, y no al revés. Si la segunda queda suspendida por la razón que sea, la comunidad política aún puede continuar, pero no si el primero cesa. En ese sentido “Soberano es quién decide sobre el estado de excepción”[5] y no la ley. Por otro lado, consideraba que, sobre las posiciones contrapuestas, para poder pasar a la acción política, debe caer una decisión que ponga término a la discusión. Estos argumentos, básicamente, resultan extrapolados de una cierta interpretación del ámbito jurídico: los procesos de este tipo subsumen hechos, arriban a una sentencia y esta no es otra cosa que una decisión autoritaria que elimina toda duda ante interpretaciones contrapuestas de la ley[6]. Aquí el soberano hace las veces de juez y la acción política de sentencia.
Aunque la argumentación del de Plettneberg sea “limpia” en términos generales y tenga muy claro cómo desafiar los muy extendidos presupuestos burgueses, los sesgos que arrastra son insoslayables. Decir que la democracia se puede hallar en la dictadura y no en el liberalismo es fastidiar a este último, pero también es hacer trabajo para la primera. Por supuesto que hay una impronta personal en ello, él era un antirrevolucionario y antiliberal, y pensó que la dictadura serviría para combatir a ambos. Era consciente de sí, de lo que escribía y por qué lo hacía, en la medida de lo posible. Fue un gran autor, también un oportunista vergonzante pues “quiso quedar como nazi sin reparos ni escrúpulos, incluso quizá convenciéndose a sí mismo de serlo mientras los nazis en el poder y los exiliados antinazis (y se lo echaron en cara) entendían que no lo era”[7], todo “por la voluntad de comprender y poner en forma una novedad constitucional relevante (la caída de Weimar y la llegada de un nuevo régimen)”[8].

Fuente: WELT
La política es irremediablemente parcial. Negarlo es no querer hacerla, a pesar de que todos tengamos un estatus político.
Por eso admiro su obra y lo seguiré haciendo a pesar de todo reproche. Todos nos conmovemos con las historias heroicas; de nobleza, genialidad y entrega. Pero no todos pueden ser Marx o Goldman. Schmitt es un ejemplo de los privilegios de la función social del autor, pero lo cierto es que el texto de la política lo hace cualquiera, en sus contradicciones, languidez y bajezas. Si aquella fuera de santos, la harían solo una docena y no es así ¿por qué hablar de política si no es por nosotros?, ¿para qué vivir? Alguien dirá: “esto es un revisionismo de derechas ilustradas”. Y tal vez sí, pues fue ahí, y solo allí, dónde apareció la gran pregunta
¿Qué causa debo defender? Antes que nada la buena causa, la causa de Dios, de la verdad, de la libertad, de la humanidad, de la justicia; luego la de mi pueblo, la de mi gobernante, la de mi patria; más tarde será la de Espíritu y miles más después[9]
Al término de las cosas, parafraseando a Stirner, la militancia la lleva cada uno, la más importante es la nuestra por el solo hecho de ser nuestra. Somos responsables por ella —y sé que a muchos colegas les salen ámpulas con la “moralidad” de la idea de “responsabilidad”, pero no es necesario gimotear frente al deber ser. Es solo eso, en la acción se lo toma o se los deja, no más— siempre que decidamos correr algún tipo de riesgo. El jurista alemán así lo hizo. De ahí que los momentos álgidos de su obra sean esos, y solo esos, en los que escribió sin reparos, sin querer agradar o no molestar a un régimen. Para mí, la literatura política que tiene algún valor habla sin lástimas: no en nombre de la familia, la vida o la patria, ni tampoco de los oprimidos ni los desheredados de la tierra. Si habla de cualquiera de esas cosas, no lo hace como testaferro, sino, antes que nada, por sí misma; jamás exclamará “¡Alguien quiere pensar en los niños!”, como decía la esposa del Reverendo Alegría en Los Simpsons. Por decirlo de alguna manera, si hablo, no lo hago porque otros necesiten que lo haga, sino, primero, porque quiero hacerlo, pues podría elegir otra cosa.
Lo más fácil es no tocar a Schmitt, no es imprescindible para nada y para lo que pudiera parecerlo hay manuales. Se puede no leer a nadie que tenga defectos como esos y otros, aunque, de todos modos, el canon politológico está repleto de ebrios, pendencieros y engreídos al igual que de hombres gelatinosos como Schmitt ante los que, a veces, poco cabe hablar del derecho al error. El canon puede cambiar su pauta, de hecho lo hará, pero la humanidad de la escritura es indeleble. Schmitt era un tipo bastante gris, escribió con fuerza y también con debilidad, se supo uno de los juristas más conspicuos de su tiempo pero vivió la amargura de nunca lograr sus más anheladas ambiciones profesionales, formuló líneas repletas de odio al tiempo que hizo Tierra y mar como un acto de cariño[10] y aun en sus escritos más rigurosos —por ello aparentemente más impersonales— no pudo dejar de dialogar su soledad con muertos igual de problemáticos que él[11] .
Eso no significa que haya que disculparlo, o no para mí, sino tan solo que la teoría política siempre está manchada, no podría ser diferente y me parecería un sinsentido buscar que así sea. De igual manera, leerlo no significa ser cómplice o reproducir su militancia, al final la decisión de qué hacer y qué no respecto a sus textos se encuentra en cada uno. Si acaso, se puede tomar la opción de pensar el por qué llegamos a ciertas lecturas. Para mí, la discusión sigue abierta, habré de pensar en esto mientras siga relacionándome con obras políticas, lo cual espero sea por mucho tiempo. Es probable que tras releerme con calma decida matizar muchas cosas, pero sostendré mi argumento central: parte ineludible del oficio del autor político es la defensa de una causa o una idea, una toma de posición, incluso si esta resulta en una aberración ideológica. No cabría esperar otra cosa. Ello, me parece, se aprende mejor de aquellos que se encuentran en nuestras antípodas, pues sus argumentos en nada nos parecerán naturales y en todo problemáticos. Y en esos aprendizajes uno llega a encontrarse críticos vehementes, equivocados en muchas cosas y geniales en otras, como Carl Schmitt; apasionados que, parecería, nacieron para hablar polémicamente, como si aquello en concreto que defendieron hubiera sido un mero accidente.
[1] Schmitt, Carl, El concepto de lo político. Texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios, 2009, pp. 60-61
[2] Schmitt, Carl, Sobre el parlamentarismo, 1990, p. 21
[3] Schmitt, Carl, El concepto…, op. cit., p. 56.
[4] Ante esto el lector podrá preguntarse con justa razón ¿ello significa que, para Schmitt, la política trata de construir enemigos retóricamente para generar unidad? No, el enemigo es posterior a la unidad, no al contrario y existe también frente al amigo. Schmitt era de los autores que pensaban la política como inherentemente conflictiva y en el intento por encontrar un criterio para identificar aquello que le es propio como campo autónomo (lo político) señaló la distinción amigo-enemigo (que en realidad es un espectro). O sea, para él, conflicto político es tal porque entraña, al menos remotamente, la posibilidad de llevarlo a sus últimas consecuencias: matar o morir (es ahí donde cabe hablar de enemigos). Si no, no es. Pero es eso, una probabilidad que dota de politicidad a las relaciones y existen muchas más opciones que hacer la guerra al enemigo a pesar de que se lo enuncie. Lo cual tampoco significa que la distinción no derive consecuencias de talante autoritario, no obstante son de un cariz muy diferente al “estas con nosotros o en nuestra contra”. Recomiendo la lectura de: Mouffe, Chantal, El retorno de lo político: comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical, 1a edición, Paidós, España, 1999.
[5] Schmitt, Carl, Teología política, 2009, p. 13
[6] Hernández Castellanos, Donovan Adrián, “Idea del Estado en Carl Schmitt”, en Argumentos. Estudios críticos de la sociedad, 2010, pp. 114-115.
[7] Galli, Carlo, “Carl Schmitt, ¿pensador nazi?”, en Perspectivas Revista de Ciencias Sociales, 2023, p. 3.
[8] Ibídem, p. 8.
[9] Stirner, Max, El único y su propiedad, 2015, p. 4.
[10] Lo escribió para enseñar lo que consideraba era la clave de la historia universal a su hija.
[11] Donoso Cortes y Hobbes, sobre todo con este último.
Lista de referencias
- Galli, Carlo, “Carl Schmitt, ¿pensador nazi?”, en Perspectivas Revista de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Rosario, no. 16, vol. 8, 2023, pp. 1-23.
- Hernández Castellanos, Donovan Adrián, “Idea del Estado en Carl Schmitt”, en Argumentos. Estudios críticos de la sociedad, Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco, no. 64, vol. 23, 2010, pp. 107-129.
- Schmitt, Carl, Sobre el parlamentarismo, 1a edición, Tecnos, España, 1990.
- Schmitt, Carl, El concepto de lo político. Texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios, 5a edición, Alianza, España, 2009.
- Schmitt, Carl, Teología política, 1a edición, Trotta, España, 2009.
- Stirner, Max, El único y su propiedad, 2a edición, Sexto Piso, México, 2015.

