Por: Oziel Ramírez
El otro día fui a una enorme tienda de autoservicio. Me quedé atorado en una de aquellas mefistofélicas colas que se hacen los viernes de paga, y peor: en época decembrina ¿Qué hacer cuando uno está ahí?, ¿leer la revista farandulera del momento? No es peluquería, ¿conversar? Ni loco. En el aburrimiento recordé que sé una o dos cosas sobre economía. Generalmente no me ocupo de ella, prefiero divagar sobre cuestiones políticas, pero cuando no es eso, tristemente, debo tratar naderías como vivir y hacer las compras. De todos modos, con ello no estaría tan lejos de los fines de la disciplina, solo un par de miles de años.
En la fila me vinieron reminiscencias de un trayecto hacia mi facultad en el cual leí que, como casi todo, la economía se le había ocurrido a un tal Aristóteles. Al parecer, antes y después de los griegos nadie ha tenido oportunidad de ser original en nada. Pobre gente —me digo con frecuencia desde esa mañana—. Por eso, el nombre de aquel dominio viene de la voz griega oikonomía, que se puede descomponer en Oikos y nomos, los cuales vendrían a ser algo así como casa y ley, respectivamente. Y como por esos rumbos traducen al modo de las adaptaciones cinematográficas españolas, el significado originario de economía quedó en “el cuidado del hogar”. La idea me invadió: una de las ciencias sociales más robustas y reputadas que existen sirve para entender una infinidad de cosas y también debería brindar algo de apoyo para el día a día.

Fuente: Castilla-La Mancha Media
Miré mis manos mientras seguía formado. Tenía cepillos dentales, talco, uno de esos deliciosos despropósitos del trabajo humano que algunos tienen a bien llamar bizcochos y, claro que sí, unas cervezas. Esperar no es la peor parte del supermercado, sino las ofertas, variedad de productos y marcas: mis propias cumbres borrascosas. No conforme con tener que distinguir el cilantro del perejil hay que decidir entre presentaciones de la misma baratija que contienen diferentes cantidades. Uno puede tomar paquetes de un cepillo, dos, tres o los que sean al igual que botellas de talco con gramajes considerablemente variados cuya leyenda reza “tanto más por ciento de producto gratis”, etcétera.
Quien abraza el conocimiento económico acaba teniendo un cisma cerebral cuya forma es la de dos voces que irremediablemente se alebrestan al entrar al supermercado. Una, de la ortodoxia, llama a consumir racionalmente; aquella de la crítica de la economía política incita a destrozar hasta los cimientos aquel grosero templo del capitalismo. Pero ya no soy tan joven. No sobreviviría a la prisión, así que, —pensé— mejor idear un modo de corroborar si la mejor elección había sido llevar el talco grande en lugar del chico, tres cepillos en vez de uno y, para mi próxima visita, si en verdad me convendría comprar ochenta y siete jabones por el precio de ochenta y seis.
Bueno, tampoco es como que fuera a inventar nada. Haciendo algunas maromas con los recuerdos determiné, en principio, que lo mejor era apoyarme en la utilidad marginal. La idea sería encontrar la utilidad que me reportaría cada unidad adicional de un mismo producto y hacer las operaciones pertinentes hasta encontrar aquel punto donde la mencionada magnitud mostrara un comportamiento decreciente. Vamos, una formalización de la idea de que las cosas buenas no duran para siempre. No obstante, nadie sabe a ciencia cierta cómo medir la utilidad. Me hubiera inventado valores para crear una prelación, pero la verdad, había olvidado las fórmulas y aritmética en mis otros pantalones. Ni hablar de maximizar la utilidad a la hora de elegir entre bienes diferentes pues eso requiere algo de cálculo diferencial. En todo caso, son pocos los que andan por ahí haciendo mediciones para sus “curvitas” de utilidad y revisando si cumplen o no con sus supuestos de optimalidad en cada compra. Aunque no sería mala idea tener una tabla de Excel con algunas fórmulas preestablecidas para ayudarse antes de salir por la despensa, usualmente lo único que suele respetarse es la restricción presupuestaria. A fin de cuentas, el consumo es de todo menos racional. Quien dice lo contrario, tomando prestadas las palabras de Bourdieu, confunde las cosas de la lógica con la lógica de las cosas.

Fuente: Notiunión
Ahí estaba yo, atrapado en un cocodrilo como en el cuento de Dostoievski. Vi el carrito de dos pisos y al sujeto con más facturas que años por vivir delante mío; atrás, a una señora sudorosa con los ojos saltones y desorbitados. Empuñaba unos cupones, intuyo que imaginándose lo que haría si no se los hacían válidos. El ambiente no estaba para pláticas.
Mi vista no daba para más. Estando como Aquiles y la tortuga tuve que estirar la reflexión otro rato. Más imágenes del pasado me llenaron los sesos al escuchar crujir la bolsa de bizcochos que apretaba con intranquilidad. Una de mis primeras actividades de estudiante fue reconocer la diferencia entre los bienes primarios y secundarios, entre lo que mi organismo requiere para vivir y esas mercancías históricas, sociales, casi frívolas, que no tienen esa cualidad. Si no podía jugar al neoclásico al menos podría intentar distinguir entre lo que necesito y lo que no. Pero los bizcochos tienen esa fea contradicción que les permite quedar en ambos lados de la ecuación. En tanto que ultraprocesados, son el resultado de una revolución que permitió un contacto novedoso entre las industrias química y alimentaria, dada en forma tal que la producción, pero sobre todo el abasto, almacenamiento y consumo alimentario quedaron subsumidos casi por completo a una economía de los alimentos que no reconoce más imperativos que la valorización y la reproducción de la fuerza de trabajo en un mundo crecientemente urbanizado. Hambre, desperdicio y enfermedad dan igual cuando es la industria alimentaria quien jalonea los recursos. El dichoso supermercado es en buena medida una consecuencia. O sea, unos bizcochos de la explotadora tienda “W” son bienes secundarios, pues su carácter es histórico, están a mano por cambios en las relaciones sociales, no son indispensables y tienen el añadido de ser dañinos para la salud. Al mismo tiempo, cumplen una función primaria: son para comer. Tras masticar esa idea quedé peor de como empecé, ahora no solo seguía sin saber si había elegido bien, ya no me quedaba claro si tan siquiera tenía sentido estar ahí. Pero el punto es que estaba.
Resulta que mi consumo, la razón por la cual me había paseado por ese lugar como la rata que busca queso en un laberinto —con la diferencia de que ella no haría fila y no perdió su tarjeta del club del descuento el miércoles pasado— no estaba del todo bajo mi control o comprensión. De eso se trata —murmuré entre dientes para convertirme en el personaje estrafalario número cuatro de la fila (el que habla con las voces de su cabeza)—. La mayoría no sabíamos con claridad que estábamos haciendo ahí. Parado en ese sitio tuve que dimitir las críticas al “consumismo” dada mi incapacidad para siquiera distinguir lo que “necesito” de lo que no. Hoy la frugalidad epicúrea sería otra cosa.
Decía Baudrillard en un ensayo sobre la necesidad que esta tiene un carácter más bien ideológico pues las sociedades suelen organizarse en torno a la repartición de sus excedentes y no a partir de lo mínimo con lo que sus integrantes viven en ella. El capitalismo tiene ese nombre por el capital; no se llama “régimen de salario mínimo en vivienda tamaño interés social rentada con treinta gatos”. Al pensar eso caí en cuenta de que no tendrían sentido patrones así: la cantidad de cerveza bebida depende de la ocasión y un sinfín de variables fisiológicas, no solamente de su precio, aunque doce es la cantidad que cualquiera en su sano juicio, con un ápice de decencia diría yo, elige de una sola vez. Lo mismo para otros alimentos, es imposible determinar una cantidad o combinación base igual para todos. Y lo cualitativo, el por qué elegir unas marcas más “finas” que otras, tiene quizá más tela para cortar.

Fuente: Photy.org
El pitido de los lectores para código de barras ya me había aburrido y no tenía ganas de pensar mucho más sobre el tema. La revista telenovelera de al lado representaba una tentación que crecía con cada vistazo. Probablemente era más amena, quizá menos calumniadora, que la desprestigiada revista de dizque análisis político que estaba debajo. Al deambular el reloj me salió lo social-solidario, que no lo impaciente y perezoso. Podía comprar todo algún otro día en comercios locales. Me fui sin productos y sin respuestas, pero la economía no me había fallado, nunca lo hizo, aunque a veces pensé que sí. No importa que no haya logrado entender todo lo que quería y que sobre ciertas cosas ya no quisiera saber más, porque al final lo que cuenta es tocar las cosas en su opacidad. Todo lo que se mira transparente no es más que el reflejo de la propia mirada.
Pude caminar de regreso a casa sabiendo que mi vida era otra. Años atrás, en un bodrio de supermercado similar me había planteado las inquietudes que me alentaron a formarme como economista. Aún recuerdo mi primera clase, fue de álgebra lineal. Usaba una camisa rosada que no me sentaba nada bien. Unas horas más tarde conocí El capital y rápidamente tuve que aprender que las cosas valiosas exigen rigor, entrega, disciplina y, por supuesto, que la crítica no es cualquier cosa. Sobre todo por ser alumno del sistema abierto. Seguí adelante y, creo que de manera un poco enrevesada, la micro y macro economía me llevaron a un diálogo con la política que hoy no puedo saber a dónde me llevará y hasta cuándo podrá durar. Tuve muchas más asignaturas, las de historia económica eran mis favoritas después de aquellas sobre economía política, que siempre busqué el modo de tener. Lo más significativo es que en esos pasillos, entre esas letras, aprendí a deslumbrarme con el solo hecho de que las cosas sean. Así es como llevo yo la economía en mi día a día, percatándome de la complejidad del espacio cotidiano del supermercado, inocuo en apariencia, y reflexionando que un bizcocho es muchas cosas, pero no es simple.

