Por: Oziel Ramírez
Emprender una crítica del Poder Judicial y las elecciones que se han llevado hace unos días es de suyo complicado, pues en ello tanto las consideraciones sobre el partido político en el poder como aquellas de las relaciones de fuerza y debilidad que arrastra la justicia en este país se encuentran en segundo término. Ella sería, en suma, una pregunta por la genealogía del Estado y su relación con el Derecho. A la prognosis sobre cooptación e injusticia le antecede la puesta en cuestión de su sola existencia. Un poder judicial ¿para qué? La respuesta demanda tomar las controversias más o menos inmediatas en su justa dimensión, y tomar las instituciones estatales como, al menos en parte, el producto de los pactos entre vencedores y vencidos.
El sucinto análisis que aquí propongo, pese a estar lejos de colmar esta materia, tendrá que dividirse en dos partes. Por ahora me centraré en un comentario sobre la relación entre lo político y lo jurídico que encuentra su lugar en el Estado. En la segunda parte trataré las pugnas históricas que —considero— representan los principales referentes para construir nociones básicas sobre “la cuestión judicial”. Con esto no pretendo ofrecer una exposición complaciente: para mí, el Poder Judicial es tan familiar y, a la vez, tan desconocido como probablemente lo sea para cualquier persona que decida leer este texto.
Hasta las elecciones judiciales anteriores, la idea de una separación absoluta entre los asuntos jurídicos y políticos —en cuanto posibilidad y necesidad— todavía podía ser sostenida en el ámbito de la opinión pública por unos cuantos mal informados, más dos o tres mentirosos. Ya había tenido oportunidad de comentar aquí, que el modelo tripartito propuesto por Montesquieu fue un arreglo pensado para salvaguardar los privilegios de la nobleza en una particular clave republicana: sin relación con la democracia o con la definición de las esferas de la legalidad, inadecuado y anacrónico para la comprensión del Estado en tanto cimentado en nociones superadas sobre el poder.
Pero incluso así, las noticias corrientes obedecen asuntos más pragmáticos. Si la renovación judicial se encuentra más cerca o más lejos gracias a la elección popular, está por verse. No hay marcha atrás en el mediano plazo, ni aunque los trabajadores de dicho poder de la unión irrumpan otra vez en el Senado[1].

“El anticristo sentado sobre leviatán”, Lamberto de Saint-Omer (1120)
Fuente: Fandom
Es decir, la crítica al partido en el poder —en relación con el Poder Judicial— es secundaria por obligar a una digresión que se limita a aspectos más o menos inmediatos que encuentran su colofón no más allá de la controversia en torno a los llamados organismos autónomos. Podemos “ampararnos” en un análisis político bastante elemental para subrayarlo.
Cuando se dijo que las instituciones electorales estaban bajo asedio nunca se explicó el para qué, como si el resultado de las elecciones no estuviera ya anunciado con, sin y a pesar de ellas o no se pudieran amañar de otra manera. En el momento que se proclamó la censura de los órganos independientes tampoco se dieron las razones para hacer mediante reformas constitucionales lo que antes ya era posible con dinero y amenazas, como si los funcionarios —autónomos o no— no hubiesen tenido precio alguna vez. Tras la afirmación de que quienes refrendaron el poder lo hicieron aprisionados por eficacísimas técnicas de comunicación política, no aparecieron argumentos para comprender por qué los partidos de oposición no recurrieron a las mismas, o no les funcionó. Así también, cuando ciertos profetas advirtieron que la deliberación democrática había sido vulnerada por el desequilibrio en la composición de las Cámaras, olvidaron que esta se puede echar por tierra, aún en condiciones de un reparto de fuerzas mejor equilibrado, como demostró el Pacto por México[2].
En pocas palabras, todos los intentos por anclar nuestro presente político a la noción panexplicativa de “los que acaban de llegar se quieren quedar todo el poder” resultan, al menos, confusas. Ese es un señalamiento que cualquiera puede dirigir a la fuerza política del color que sea; no nos va a explicar por qué unos hacen las cosas de cierto modo y los demás de otro. Cada caso, aunque conexo a los demás, tiene sus propios derroteros[3], y esto no es en ningún sentido la negación del arribismo y la ambición como pautas importantes de la política. Cosa curiosa: hay comentaristas que consistentemente se mueven entre argumentos con un grado importante de equivocidad y que, sobre todo, no nos llevan a preguntas relevantes sobre nuestro sistema político.
Lejos de lo anterior, se encuentra la discusión en torno al Poder Judicial, en absoluto coyuntural. Esta puede ser fijada con una data considerablemente más larga que nuestra última alternancia política, toda vez que sus puntos nodales se encuentran en la Revolución Francesa y la caída de la República de Weimar.
En consecuencia, los debates sobre el origen y carácter del Poder Judicial se relacionan con la presunción de un subrepticio principio contramayoritario en la división de poderes, las interrogantes en torno a la forma y límites de la soberanía que de facto se transfirió de la monarquía absoluta al pueblo; así como a un muy espinoso intento de resurrección de la razón de Estado que solo a través de una ouija podríamos hoy identificar con la pregunta: ¿quién debe defender la Constitución? Aguardaré la segunda parte para una ulterior consideración de dichos acontecimientos.

Reproducción de “Leviatán y Behemoth”, William Blake (1825)
Fuente: Dossier Geopolítico
Todos estos son temas sumamente amplios y con perspectivas inabarcables. Es por ello que me permito hacer un resumen de algunas de mis impresiones que no prosperará más allá de la mala intención de contagiar mi escepticismo —¿cinismo, pesimismo?— a quien se aventure a leerme.
Comenzaré por lo que —imagino— es el principio: dando una fecha y en un intento por asirme a una suerte de convención, me gustaría colocar la relación entre Estado y Derecho que nos es más próxima entre inicios y mediados del siglo XVII, en los años de las guerras confesionales, cuando la sangre y la tinta eran indistinguibles. Muchos textos que legitimaban unas u otras creencias o tales o cuales gobernantes desfilaron como pudieron en aquella Europa. La mayoría han sido olvidados, pues ya no hacen al sectarismo cristiano como antes. Otros, sin embargo, quedaron presos de un envite tal que su sentido religioso alcanzó consecuencias seculares. Ese sería el caso de la pugna entre el Basilikon Doron (1599) y el Defensio fidei (1613) en torno a la interpretación de las escrituras sagradas y la necesidad o no de una autoridad eclesiástica para tales fines así como del fundamento divino del gobierno; en suma, acerca de si el derecho a gobernar le cae al monarca del cielo, o bien, residía primero en el pueblo y solo después pasaba a este último por medio del consenso.
Hoy suena trivial —lo sé— pero lo importante es tomar en cuenta que, en uno y otro caso lo que prevalece es la pregunta por la relación entre autoridad y “verdad”, luego traspuesta a la relación entre mandato y obediencia, hasta llegar a la unidad delimitada de lo múltiple cuyo proyecto es el Estado.
El punto de hacer de la interpretación individual de un texto pura opinión y anteponerle una autoridad tiene como finalidad la producción de normas eficaces. En tanto el problema de las guerras religiosas de la época era la puesta en duda del mandato sobre cuales cosas creer y cuales no, mediante un derecho de resistencia, la respuesta fue el monopolio de la producción e interpretación del Derecho y la circunscripción de la legitimidad al ámbito de esa institucionalidad. Todo lo que quedara fuera, es crimen. Allí ya no hay “verdades” que, potencialmente, son igualmente válidas —cuál es la verdadera fe, digamos— sino una sola que antecede a toda acción política posible dentro de un orden.
La expresión más acabada de esto para la época la podemos encontrar en Hobbes, para quien: “Desde el momento en que un Estado queda establecido, existen ya leyes, pero antes no. Antes de él no hay mandato punible a propósito de lo justo o lo injusto” ya que “En las disensiones entre particulares, para establecer lo que es equidad, y lo que es justicia, y lo que es virtud moral, y darles carácter obligatorio, hay necesidad de ordenanzas del poder soberano”[4] [las cursivas son mías].
Así pues, el Estado oblitera las “verdades” y la hace una en la ley—de nuevo, fija qué es equidad, justicia o virtud—. Solo ella posee carácter obligatorio, lo demás queda como reserva para el ámbito privado. En el acto, la multiplicidad de “verdades” reducidas a doxas hace que la propia noción desaparezca y ceda su lugar al mandato de la autoridad legítima[5]. De ahí la célebre frase “La autoridad de los escritores, sin la autoridad del Estado, no convierte sus opiniones en ley, por muy veraces que sean”[6], la cual es más probable que haya llegado a los oídos del lector en su taxativa versión latina: auctoritas non veritas facit legem[7] (la autoridad, no la verdad, hace la ley).

Reproducción del frontispicio del Leviatán de Hobbes (1651)
Fuente: Tribuna Económica
Podría decirse, entonces, que el Estado implica un arreglo determinado entre autoridad y “verdad” sancionado en el derecho, el cual nos indica qué es y qué no, cuáles interpretaciones son válidas y cuáles no. Y por añadidura, la urgencia del Estado por un monopolio se debe a que podría “considerarse la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho, al monopolizar la violencia de manos de la persona particular no exprese la intención de defender los fines de derecho sino, mucho más así, al derecho mismo”[8]. Por ejemplo, para el Estado, el problema de hacerse justicia por mano propia no sería el de lastimar a alguien que puede ser inocente o no, sino el titubeo que caería sobre la legitimidad de su aparato coercitivo. Una acción de ese tipo pasa de una situación del tipo: “el Estado golpea a quien agravia, yo no” a “el Estado golpea a quien agravia, ¿por qué yo no?”.
En todo caso, el absolutismo abanderado por Hobbes fue de relativamente corta duración. La Caída de la Bastilla lo depuso, pero el monopolio continuó siendo indisociable de la soberanía, en modo tal que la sustracción del Derecho (natural) de la persona privada permaneció “custodiada”[9] en la persona del Estado. Aquí, de forma consecuente, tendríamos que desplazarnos a las antípodas del oriundo de Malmesbury para encontrar al menos un punto de encuentro entre la relación Estado-Derecho y la emergencia de un poder judicial. Aunque no debe menospreciarse que, sin importar su talante autoritario, existe duda sobre si Hobbes funda o no algunos de los preceptos esenciales del liberalismo, en especial en lo tocante al fundamento de la separación propiamente moderna entre las esferas pública y privada.
De tal suerte que la siguiente parte de este texto comenzará abordando la influencia rousseauniana en la Revolución Francesa y la división de poderes que dimana de su ideal de contrato social, la cual, solo reconocía a los poderes Ejecutivo y Legislativo. Ahí hay algunas cuestiones epistemológicas cuanto menos interesantes, pero deberé abandonarlas rápidamente y saltar hacia el colapso de la República de Weimar, donde la “verdad” unívoca del Derecho, factible en el decisionismo hobbesiano, desaparece.
[1] Si es significativo o no que trabajadores de un poder de la unión entorpezcan las labores de otro, a sabiendas que eso no revertirá una decisión que bien o mal ya está tomada, se lo dejo al lector. Sin embargo, no puedo dejar de comentar que no entiendo esto como una acción ciudadana toda vez que son ciudadanos los que votaron en contra de darle la mayoría en las cámaras al partido en el poder, pero los que irrumpieron son una parte del Judicial invadiendo de forma extranormativa las funciones del Legislativo. Ello excede los juicios de valor que se puedan tener sobre la reforma y entran en el terreno de los problemas asociados a la relación mando-obediencia. Desconocer las leyes y decisiones del bloque en el poder es uno de los fines de la revolución, al igual que del golpe de Estado.
[2] Esa vez que el PRI se quedó por primera vez sin mayoría calificada, pero logró pactar con PAN y PRD para que le aprobarán, sin ningún tipo de controversia, el paquete completo de reformas del 2014.
[3] Fuera obsecuencia, si se quieren abordar con seriedad los problemas del partido en el poder, yo recomendaría colocar el gatopardismo como eje de todo cuestionamiento. Si la expresión es ajena al lector, esta proviene de la novela El gatopardo y se refiere, básicamente, a una actitud tan pragmática que raya en el autoengaño y consiste, por decirlo de algún modo, en cambiarlo todo para que las cosas puedan seguir siendo iguales. En el caso específico de la política de partidos, son gatopardos quienes cambian de bando sin ton ni son bajo la consigna “estos son mis valores, pero si no les gustan tengo otros”. Y quiero aclarar que esto es un tópico de estudio en sí mismo, sin relación con “los partidos sin ideología”, cosa que solo existe en la cabeza de los pésimos analistas políticos que no saben distinguir entre programa político e ideología. Leer a Michels y considerar que no hay grupos dominantes plenamente desvinculados de una ideología dominante justificará la dureza de mi afirmación.
[4] Hobbes, Thomas, Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, 1980, p. 219.
[5] Es decir, al no haber más “verdades” en contienda, sino solo una, ya no cabe hablar más de ella. Hay que recordar que el sentido polémico que tiene el Leviatán de Hobbes se dirige hacia las llamadas guerras civiles europeas (por sucesiones o religión). En el caso de su patria, el asunto era que las diferentes dinastías argüían un derecho al trono (la soberanía) en función de ser sus verdaderos herederos, lo mismo para las diversas confesiones. Lo que Hobbes quiso, muy sintéticamente, fue dar argumentos para detener la guerra afirmando que daba igual quien tuviera la razón. Para él, la soberanía, el poder que ansiaba cada beligerante, consiste en una relación que no tiene nada que ver con la verdad del derecho a reinar, sino con la voluntad de vivir. Véase: Foucault, Michel, Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), 2a edición, FCE, México, 2001.
[6] Ibídem, p. 256.
[7] Es cuanto menos interesante que el Leviatán de Hobbes, figura demoniaca, se empuñe contra las guerras de religión y al mismo tiempo se haya publicado tanto en latín como en lengua vulgar —inglés en este caso— al modo de su adversario, la Reforma Protestante.
[8] Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, 2001, p.26.
[9] De esto trataría el contrato social: renunciar al poder natural para entregarlo a un poder que normaría a todos los contratantes por igual.
Referencias
- Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, 3a edición, Taurus, México, 2001.
- Hobbes, Thomas, Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, 2a edición, FCE, México, 1980.

