Por: Oziel Ramírez
No hay poema verdadero que haya logrado hablar alguna vez sobre la soledad, pues hasta el más mísero de los versos exige compañía. Por ley, una sola silaba triste no se puede atrever a manchar el papel. Y así creí ver la vida en la ciudad hace unas noches.
Las calles se veían más iguales de lo usual, la familiar diferencia de las estaciones del autobús se desvanecía al pasar una tras otra. Me dio vértigo no poder distinguir entre ninguna. Incluso, me pregunté si no era acaso posible que, de algún modo, hubiera quedado atrapado en la mente de algún urbanista al irme a dormir es día; que el sueño de un genio se hubiese hecho la pesadilla de alguien más. Pero no era eso. Era la obscuridad. Noté en la iridiscencia de las luminarias la pauta de un juego de luces y sombras en la cual las cicatrices de nuestra capital se hacen casi imperceptibles.

IMAGEN I. Ciudad de México (por Brenda Ivette Mancilla Ortiz). Fuente: BIBLIOCAD
Después de cierta hora, los pequeños sitios accidentados parecen tomar un descanso también. La gran disposición de las cosas se hace manifiesta: aquí se consume, se trabaja o se transita para hacer alguna de las dos cosas. Pasada la hora de los amantes, allende los sonidos y aromas deliciosamente sórdidos, los paseantes no tienen dónde ir. Ya muy tarde, los espacios y esfuerzos por hacer las cumbres de concreto más amables se hacen complicados de ver.
Lo que experimenté en esa ocasión fue un ritmo que torsiona las avenidas de modo que solo algunos requieren habitarlas. No había estado ahí nunca. Es decir, claro que me encontraba en los rumbos de toda la vida, pero jamás tan tarde o sin algo de calor en la garganta.
Mientras seguía mi camino, se impostaron frente a mí los retratos cinematográficos de la soledad en las ciudades. Casi todos a deshoras. Hasta entonces pensé la noche como una especie de recurso dramático dado que esta cuestión no tiene relación con los espacios vacíos. En un curso de geografía al cual asistí hace un par de años hubo una clase sobre el tema. Se dijo que los sentimientos de aislamiento crecen con la aglomeración y que, para el solitario, la multitud indiferenciada representa una prisión infranqueable, de tal suerte que estos últimos son lo que son a donde quiera que vallan y a la hora que sea.
En efecto, las escenas nocturnas en las cuales estaba pensando son más bien la exploración de las mentalidades masculinas perturbadas. Si uno hace una búsqueda rápida, los estudios muestran desde sus títulos que los principales factores de propensión a la soledad urbana se asocian con la tercera edad y por una deducción más o menos simple, con el hecho de que las mujeres suelen vivir algo más de tiempo que los hombres, razón por la que los protagonistas de este fenómeno pueden ser —pero difícilmente son— De Niro, Gosling o Phoenix.
Básicamente, la soledad de una metrópoli es ubicua; viene y va: siempre está balbuceando algo. Comprobé al prestar atención a los pocos que encontré en mi recorrido que ella habla y habita tantos lenguajes como hablantes hay en el mundo y que algunos de ellos solo pueden hacerse un poco más inteligibles cuando los dioses solares nos abandonan.

IMAGEN II. Colonias del df (por Ángel López Cárdenas). Fuente: Documentos de arquitectura
No suelo escuchar música en la calle y como no cargo libros a menos que traiga una mochila para protegerlos y, a su vez, los asuntos que me obligaban a estar ahí me condujeron a prescindir de una, elegí fundirme con el espacio y el paisaje. Sin la luz verde pútrida, neón incandescente o de amarillo nauseabundo que presta el cine, las imágenes de los noctámbulos hacen sentir el ruido monocromo y escuchar el delirio.
Vi una postal no tan atípica de los lugares concurridos, pero en tonos diferentes. De entre todo captó mi atención alguien que vituperaba al aire. Sus palabras parecían resguardar el tono proverbial de los animales del desierto: trabalenguas y laberintos inscritos en la arena por quienes viven de flores espinosas, carroña de la carroña, y de la humedad de la niebla. Como dije, aquello no podía ser sino un idioma distinto al mío. Pese a ello, algo creí entender. Aquella persona bien podría haber estado arremetiendo contra la desgracia, reduciendo toda la trama urbana a un solo trazo a mano libre; quizá cantaba “How soon is now?” o reinventaba los lindes del pentagrama para encajar sus propias notas. Hiciera lo que hiciera, sus ademanes dibujaban el contorno de un cierto modo de estar, uno donde puede decirse cualquier cosa, pero no se entiende ninguna sin el tamiz de medianoche. En ese lugar, la soledad era padecer una ceguera; era habitar una jaula sin saber si la puerta está abierta o cerrada.
Elocuente, si se piensa que poner la soledad en palabras la resquebraja un poco. Es algo que en su estado más puro no se dice, sino que, a veces, encuentra el ambiente para desdoblar sus líneas y dejarse ver.

IMAGEN III. México df mapa en AutoCAD (por Cuevas Linares). Fuente: BIBLIOCAD
Pensé en ello hasta quedarme dormido. El resto de mi viaje transcurrió en un parpadeo. Aquel fue solo un momento, pero dejo me dejó una impresión. Me pregunté por algunos días si las personas que conozco se han visto privadas de los sentidos en ese modo, alguna vez, muchas veces; por algún tiempo, por mucho tiempo. La estadística, que tanta pereza me da citar ahora, indica que así es. Por una pura cuestión probabilística cualquiera podría morar un tiempo la jaula del loco. Sus barrotes no son los aspavientos más que la aglomeración. En esta última se pierde el rostro y la curiosidad por los otros. Es innecesaria, pues el tráfico de esta metrópoli no puede hacer que las experiencias comunes se hagan equivalentes. Supongo que vivir en un cuerpo así lo exige.
Quién sabe que será de esa persona. Si algún día necesito saber si me encuentro solo, saldré a la calle a gritarle a alguna pared. Sabre que lo estoy en cuanto me sea imposible saber si algún extraviado alcanza una reflexión a partir de lo que en principio se consideraría inentendible.
